El último matador

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Luis Mazzantini, bachiller en letras y doctor en tauromaquia
Hace ciento veintidós años, se celebraba en Montevideo, la última temporada taurina con muerte del toro. Aquel verano de 1890 fue muy lluvioso y en ocasiones no se pudo realizar la fiesta el día señalado. La pequeñez de la ciudad en aquellos tiempos, nos podría sugerir que los toreros serían maletillas o novilleros más o menos improvisados. No fue así. El cartel estaba encabezado por uno de los más prestigiosos matadores: Don Luis Mazzantini, bachiller en letras y doctor en tauromaquia.
—¿Un torero italiano? —dirá el lector— ¡Imposible! Cantante de ópera, todavía, pero ¿torero? Vamos, vamos, Santiago me estás tomando el pelo.
—De ninguna manera. Donde hay cuernos de por medio, no se puede bromear.
Mazzantini, que había tomado la alternativa de manos de los dos más grandes del XIX, era vasco de Elgóibar, hijo de un ingeniero italiano y una ninfa del lugar. En Sevilla, le apadrinó Frascuelo y en Madrid, Lagartijo confirmó su doctorado. El público de Montevideo le quería, por lo que repitió varias temporadas en la plaza de la Unión. La de 1890 fue brillante, aunque algunos toros no dieron juego por su mansedumbre, pero unos miuras y Veraguas, traídos de España, sembraron terror en picadores y público, con su fiereza.
Mazzantini, tras iniciarse en Madrid, cruzó los Pirineos para torear en las fiestas patronales de Cauterets (Francia) donde no se mataba. Ante la indiferencia del público por un ritual descafeinado, se anunció una corrida a muerte que realizaría nuestro torero. En el momento crucial, con la plaza abarrotada, un comisario de policía se presentó en el ruedo y exigió al diestro que devolviera el toro al chiquero.
—Aquí sólo manda el Presidente que está en ese palco. Y señaló a la presidencia que estaba vacía. Presidente y Comisión habían abandonado su puesto, no sin antes enviarle una nota dándole orden de matar. El comisario subió a la presidencia e insistió.
—¡Salga inmediatamente, se lo ordeno!
—Si el toro no ha sido retirado del ruedo, no puedo. Las reglas del arte así lo indican.
—Entonces, ¡encierre ese animal!
—Imposible sin orden del Presidente. Venga Ud. y enciérrelo, si quiere.
Total, Mazzantini hizo un volapié magistral y salió en hombros aclamado por la multitud.
El espectáculo se repitió ante treinta mil espectadores en el circo romano de Nimes. Allí don Luis en discusión con las autoridades dijo:
—Mire, conozco la ley. No permite el tormento de animales domésticos. Los toros franceses lo serán, pero, los que yo traigo de España… son fieras salvajes, con más de seiscientos quilos.
Aquella última temporada uruguaya contó diez corridas. Tres fueron las destacadas. En la sexta, se homenajeo a Mazzantini que mató seis toros importados, seis. En esa ocasión el diestro recibió, además del beneficio de la tarde, importantes regalos de los aficionados más ilustres que así le manifestaban su admiración, cariño y agradecimiento por su arte. Entre los que le agasajaron estaba Carlos Reyles que le obsequió unos gemelos de ónix y brillantes; Daniel Muñoz, director de La Razón, dijo presente con un reloj con incrustaciones; el financista Emilio Reus y el futuro presidente de la Argentina, Marcelo T. Alvear, le obsequiaron sendos alfileres de brillantes y zafiros.
Alto, culto, y de gallarda figura, su simpatía, hizo de D. Luis un irresistible rival de D. Juan. En 1887, durante su temporada en La Habana, coincidió en el hotel con la gran actriz Sarah Bernhardt, cuyo brillo era, para algunos, como un meteoro y para los mordaces, un saca-oro. Viajaba la excéntrica dama con un zoológico propio: cotorras, tucanes, guacamayos, tortugas, iguanas, lagartos de variado tamaño y un jaguar. Pero, lo que más llamaba la atención de los cotillas era el ataúd de palo de rosa y plata que llevaba en sus giras, y que, según los chusmas más morbosos, usaba como lecho de amor. Mazzantini compartió tablas con la diva y actuó en la representación de El noveno mandamiento. En reconocimiento de las virtudes de la estrella en tablas y ataúd, le ofreció una corrida particular, con seis toros, con la actriz como único espectador y, dicen que gastó sus ganancias de una tarde de lidia en un anillo para ella. Estas proezas en ruedo y lecho hicieron proverbial el nombre del torero en Cuba, donde, por mucho tiempo se decía: “es más guapo que Mazzantini”, para resaltar el coraje y gallaría de algún mocito.
La séptima corrida se hizo en homenaje a los Ministros de Relaciones Exteriores de Argentina y Brasil, que, aprovechando su presencia en Montevideo, por asuntos de alta política, se beneficiaron contemplando lo que en sus países no podían.
Mazzantini, además de ser un gran torero era un hombre ilustrado, cosa rara en aquel tiempo entre los de su profesión. Diletante de las artes plásticas y la escena, hablaba varios idiomas. Pronto se destacó por sus condiciones de liderazgo, dirigiendo un movimiento “sindical” para que las fieras se torearan de acuerdo a un sorteo, y no como se le ocurriera al empresario. Cuando en 1905 dejó los ruedos, se dedicó a la política, y no le fue mal. Se desempeñó como concejal y teniente alcalde de Madrid, Gobernador Civil de Ávila y Guadalajara. De esta época se cuenta la siguiente anécdota: Había sido D. Luis, zaherido duramente por un concejal del partido conservador —él era liberal—, por lo que, sintiéndose ofendido, el antiguo torero le retó a duelo.
—De ninguna manera —dijo el ofensor— ¡Jamás me batiré con Ud.! Por dos razones.
—A ver, expóngalas aquí, para que todo el mundo conozca su cobardía —respondió airado Mazzantini.
—No tienen que ver con el miedo, que no se lo tengo, sino con el honor. Mire. Si me mata, seré su último toro y, si yo lo mato, dirán que le di la cornada fatal. En ambos casos no me libro de los cuernos.
Entre las carcajadas de la cámara, D. Luis se levantó y abrazó a su rival reconciliándose con él.
La décima y última jornada se realizó en total beneficio del Hospital-Asilo Español, cuyo edificio se estaba construyendo en la Avda. Garibaldi —tras la desgraciada gestión de su última directiva, ¡ay!, ya no presta sus servicios a los españoles necesitados—. La lucida fiesta, favorecida por una tarde soleada, fue amenizada con pasodobles y otras piezas interpretadas por la banda del regimiento de la capital y la estudiantina de Montevideo. Se sacrificaron ocho astados. Dos mestizos, —producto de la cruza de miuras con vacas criollas—, se torearon a caballo; deslucieron un poco la lidia, por resultar algo mansos, con gran peligro para toreros y caballos. La plaza de la Unión nunca estuvo tan galana. Banderas y gallardetes nacionales y españolas adornaban palcos y tendidos. El público, con sus mejores galas, agitaba banderines, pañuelos y abanicos multicolores. Un lleno total. La flor y nata de las bellezas, las familias principales del país y de la colectividad, autoridades nacionales, españolas y un respetable ansioso por disfrutar la última corrida en su país. Una reciente ley así lo disponía.
Mazzantini, vestido de café y plata, hizo vibrar las tribunas con su estupenda faena. Fue premiado con dos orejas y un rabo y, entre el fervor del público incondicional, sacado en hombros de la plaza.
Su valentía y virtud en el arte de matar le ganó el nombre del rey del volapié. Sus elevados gustos por el teatro y la ópera, su amistad con artistas y literatos, su caballerosidad, distinción, e intrepidez, el de Señorito loco. A diferencia de los demás toreros de su tiempo, que vestían traje campero, él se distinguió por su atildada elegancia, de suerte que la de pañuelos, corbatas y bastones se ponderaba, en la España de la Regencia, como “a lo Mazzantini”. Se dice que un día El Guerra, su rival en el ruedo, le dijo con sorna:
—D. Luí, ¡Si toreara uzté, la mitá e bie que se vihte y habla!
Tras el beneficio para el Hospital Español, celebrado el 2 de marzo, el diestro se despidió de la prensa y de los incontables amigos que dejaba en Montevideo y, dos días más tarde, partía con su cuadrilla, en el vapor Cataluña, para no retornar al Plata.