Servidores públicos – (una historia de José Luis Rondán)

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José Luis Rondán
José Luis Rondán
La Policía en Uruguay está dentro de los parámetros requeridos mundialmente, como para ser signada como una Fuerza Policial de buen nivel profesional; no hay grupos asentados de organizaciones policiales que propicien la corrupción, no existen elementos corruptos que puedan mantenerse por mucho tiempo sin ser detectados, etc. por lo que este relato que deseo compartir con ustedes, y que llegó a mí accidentalmente, muestra una de las faces que creemos no debieran existir pero existen, porque el hombre es hombre y como tal, está sujeto a las debilidades, a las mezquindades que lo posicionan en muchos casos, en su lamentable altura verdadera, la del microbio moral.
El relato
El primer policía que arribó al lugar desde donde habían dado la alarma, encontró la puerta de entrada del apartamento casi partida al medio, la cerradura destrozada. Se acercó, arrimó su cara a la abertura y como pudo observó dentro. Un cuerpo caído en posición fetal llamó su atención, realizaba movimientos quedos y emitía unos quejidos apenas audibles; el agente percibió gran desorden en el interior, algunas manchas de sangre.
Con la premura del caso, mediante su Handy llamó al sargento y más tarde a la emergencia médica, todos quienes en pocos minutos se hicieron presentes para asistir a la pobre y desvalida anciana, de quien se supo más tarde, había sido víctima de un violento asalto. Se le habrían llevado un dinero importante recién cobrado, aventuraban a decir algunos vecinos, quienes tímidamente se acercaban a ver lo que estaba ocurriendo, cosa ésta de alguna manera refrendada por los expertos en la seguridad pública, quienes rápidamente alejaron a los curiosos para evitar alterar la escena, dijeron. La casa estaba toda desordenada, en el amplio estar había cajones por el piso y papeles y alguna ropa; una enorme lámpara de pie había sido abandonada sobre el sofá de cuero marrón, junto a una estatuilla de las tres gracias, rota en varios pedazos, así como algunas repisas de vidrio; y detrás del mueble, un pequeño perrito negro, fiel compañero de la anciana, testigo de la tropelía, observaba a quienes si bien miraba con temor, seguramente, sabía los salvadores de su ama.
Los minutos fueron pasando, los médicos realizaban afanosamente su encomiable tarea de volver a la vida a la pobre señora; suero, oxigeno, monitoreo del flujo sanguíneo; mucha pasión en la obra, mucha compasión con la eventual paciente.
Mientras los galenos hacían por salvar la vida de la víctima del asalto, los policías observaban con ojos aguzados todo el entorno, a fin de percibir algún elemento que pudiera servir como punta de la madeja para resolver el difícil caso.
Un robusto agente que se hallaba de pie en medio de la sala observó sorprendido ,que de pronto la doctora encargada del procedimiento médico, una señora de mediana edad, de cabellos rubios teñidos y con lentes a lo J. Lenon, sentada sobre el posa brazos de un sillón ubicado junto a una amplia biblioteca, iba sacando los libros uno a uno y después de pasar las hojas rápidamente, los iba desechando, seguramente no para ver el contenido literario de los ejemplares, sino para ver si entre las páginas la anciana había guardado dinero.
El agente le llamó la atención acerca de lo que estaba haciendo; no era correcto revisar las cosas de la víctima mientras ésta estaba agonizando. La doctora lo miró con desenfado, como diciéndole porque él no se dedicaba a buscar sus propias pruebas.
El agente dio aviso al sargento, un hombre maduro, afro descendiente de complexión gruesa, quien para sorpresa del policía, en vez de reprender a la médica, tomando cartas en el asunto, le avisó que no dejara las cosas muy revueltas, ya que después los de la Técnica se enojaban porque se había vulnerado la Regla de Oro, es decir, se había alterado la escena del crimen, volviendo rápidamente al dormitorio de la anciana, desde donde seguramente recogió algunos elementos probatorios del hecho, los que guardó celosamente bajo la chaqueta de su uniforme ante la mirada sorprendida del subalterno. – Me llevo algunos elementos para analizarlos más tarde en la comisaría, explicó, todo puede ser una prueba. Mientras esbozaba una tonta sonrisa.
Más allá pudo ver al camillero, afanado en observar unas pequeñas piezas de porcelana ubicadas sobre un bargueño caoba; -El hombre sabe de arte.- Pensó el policía, y tanto fue así, que cuando se alejó del mueble, las mismas ya no estaban.
A la cabeza del único hombre honesto de la habitación acudieron todas las dudas del mundo. Una señora aferrándose a la vida después de haber sido golpeada salvajemente, un pequeño perro timorato que no podía develar el misterio de las identidades, un grupo de servidores públicos haciendo las veces de aves carroñeras, garras afiladas, sobrevolando cada rincón del apartamento, revisándolo todo para ver qué otra cosa material podían arrebatarle a la pobre mujer, y él, agente del orden, parado en medio de la habitación sin hacer nada, siendo testigo impávido de tal avasallamiento, del despojo descarnado de quienes siendo servidores públicos, portadores de la seguridad y la vida, se ensañaban en llevarse las pocas cosas de valor que aún quedaban , ante los ojos angustiados de una persona que volvía a vivir en manos de esta lacra, la misma violencia de la lacra que había violentado su puerta.
-¡Ah no, esto no puede ser!…Observó el decidido policía, dispuesto a adoptar una actitud diferente ante una situación moralmente horrenda. -¡Se están chorreando todo, y yo sin hacer nada!
El tiempo pasó y hasta la casa de aquel anticuario llegó el policía fornido, con cara de bonachón, para ofrecer una pieza antigua, de pulido bronce y maderas finas, donde podía leerse, a mi amada esposa, recuerdo de nuestra luna de miel en el continente Negro.-Africa 1894.
-Era de mi bisabuela. Observó, mientras recibía cuatrocientos treinta y dos dólares por una pieza que valía arriba de los tres mil quinientos.
Esta reflexión tomada lamentablemente de un hecho real del cual me enteré, como expresara, hace unos días y que ocurrió hace más de veinte años, me lleva a poner sobre la mesa de las consideraciones, los elementos que hacen a la esencia humana, que hacen a la naturaleza del animal que somos, animal que por momentos, como si de un destello de luz se tratara, actúa solidaria y sacrificadamente en pos del bienestar de sus semejantes, y por momentos se muestra como en el relato, mezquino, alienado, inmundo; creyéndose un dios por tener una posibilidad fugaz de obrar sobre un desvalido, sin percatarse que en esa actitud, quienes se juramentaron salvaguardar bienes y vidas, solo se han dado un chapuzón en un enorme balde de la miasma (léase mierda), de la que ellos mismos están hechos.
La reflexión está planteada, ya que entiendo que nosotros, así como pregonamos que somos los constructores de nuestro propio destino, también somos los generadores de la luz que deseamos nos ilumine, o de la oscuridad más absoluta en la que optamos por transitar.
Tal vez, este articulo sea leído por los funcionarios mencionados en el relato y puedan reconocerse, seguramente la anciana y su perro ya murieron, sino por el disgusto del nefasto día, por los años transcurridos, pero ellos…Pobre de ellos en esta vida donde todo es círculo; círculo que más tarde o más temprano tiende a cerrarse para hacernos encontrar con nosotros mismos, y que quien me narrara este suceso tan desgraciado, seguramente lo hizo en el entendido que el suyo ha comenzado a confrontarlo.
Como reza el principio: Más tarde o más temprano habrás de encontrarte contigo mismo, y sólo de ti dependerá que sea ese el mejor, o el peor de los momentos de tu vida.