
La puerta cerró con un golpe seco detrás suyo, el motor que se puso en marcha y aquella radio nocturna que emitía la mejor música, su música, inundó prontamente los espíritus jóvenes. Hoy había que romperla, en definitiva era el último fin de vacaciones, después, a retomar la universidad.
Tomaron por la rambla, aunque eran las dos de la madrugada, bastante transitada; el cielo estaba algo nublado, permitiendo descubrir de vez en vez, alguna tímida estrella; desde la costa soplaba una gélida brisa que obligaba a ir con los vidrios altos.-¿Para donde agarramos che?-preguntó Mario, al tiempo que le imprimía presión al pedal.
-Vamos para el Este, espetó Chico, el boliche Barrancas está que revienta a esta hora; ¡Hay una nenas de morirse!.- Todos asintieron.
La botella color ámbar volvió a pasar de mano en mano agotando rápidamente en su periplo, el amarillento contenido.
El motor recién ajustado ronroneaba como canción de cuna y entre risas y bromas los kilómetros fueron pasando. La ciudad quedaba atrás. Los postes zumbaban, los despertadores de la ruta denunciaban su presencia y alertaban al conductor cada vez que los neumáticos chocaban contra ellos; el auto realizaba pequeños rebotes lo que provocaba algunas sonrisas a los jóvenes pasajeros por la forma en como los obligaba a sacudirse.
Los que viajaban atrás iban dormidos, la previa los había dejado en el brocal del pozo de ensueños, más tarde, lo que fueron bebiendo en el trayecto por la ruta, los había hecho sucumbir plenamente.
Mario se esforzaba por levantar sus párpados de metal; a su lado Chico reía como un tonto pretendiendo dibujar algo en el cristal empañado.
Fue un instante, un segundo apenas en que se corrió el cerrojo de los ojos entre abiertos, cerrando de un golpe el mundo de Mario.
El auto recién pintado se había transformado, tras un infernal ruido, en alocado proyectil. En su interior los tapizados se iban tiñendo de muerte, vómitos, alcohol y sangre. Las manos de los títeres de carne y huesos trataban en vano de aferrarse a los asientos, a sus compañeros, a los vidrios que estallaban, a la vida que escapaba por las ventanas rotas.
Una vuelta, dos vueltas, tres vueltas…Que más daba ahora contar los tumbos de aquella bola de metal informe, si con cada una de ellas dejaba a un costado un cuerpo, una pierna, una butaca semi sumergida en la cuneta a la vera de la ruta. El ángel de la muerte encaramado a la copa de los árboles cercanos, observaba paciente con sus ojos vacíos, aguardaba receloso con su morral abierto para abocarse de inmediato, apenas la ruta a oscuras se volviera silenciosa, a la cotidiana cosecha de almas.
No sabe Mario que pasó aquella noche, quizás jamás lo sepa. La noche cerrada no permitía saber si estaba vivo o no, si podía ver o estaba ciego. Transpiraba, sus piernas estaban inmóviles, algo pesado lo mantenía aferrado al piso. Lloró.
Lloró como un niño largamente. Sus amigos, su madre, su novia; ¿Porqué beber para salir a bailar?¿ Porqué embriagarse para celebrar la vida? Si tan solo pudiera volver atrás, si pudiera revertir la situación maldita…¡Si pudiera decirles a mis amigos que los necesito sobrios, con la conciencia plena, que así los quiero!…
-Marito, m’hijo… Es la hora, levántese. Los muchachos lo esperan abajo, me dijo que lo llamara a las once y ya son…
Mario se despertó sobresaltado con el tenue llamado de doña Marta; como pudo encendió la luz de su cuarto y vaya sorpresa cuando vio a su enorme perro cimarrón, El Mostaza, durmiendo pesadamente sobre sus piernas entumidas. Se puso de pie algo aturdido, se dio un baño y lloró y rio mientras se duchaba. Bajó hasta el living donde la botella color ámbar aguardaba a ser abierta, mientras su mamá disponía frente a los amigos que esperaban, los gruesos vasos de vidrios y una picadita de fiambres y queso.
Mario se arrimó resueltamente hasta la mesa de vidrio y tomando por el cuello a la botella regordeta la volvió a su lugar en el barcito. Hoy no hay previa mamá, Chico, pide un taxi que nos vamos a la Ciudad Vieja.
José Luis Rondán












