Cinco años después de la pandemia, la vicepresidenta de Argentina, Victoria Villarruel, decidió encabezar un acto tardío que, más que un homenaje reflexivo, pareció un movimiento calculado para ganar protagonismo. Con un discurso lineal y sin fuerza, criticó las medidas de confinamiento del gobierno anterior de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, pero el verdadero mensaje estuvo entre líneas: diferenciarse, marcar agenda y mostrarse como una voz “valiente” frente a lo que ella denomina excesos del poder.
Sin embargo, este gesto no se lee en el vacío. Villarruel llegó a la vicepresidencia gracias al impulso de Javier Milei, quien la convirtió en figura nacional. Hoy, esa alianza parece quebrada. Analistas coinciden en que la vicepresidenta actúa como “francotiradora política”, habilitando sesiones en el Senado que incomodan al oficialismo y dando señales claras de que su ambición no tiene límites. ¿Es legítimo construir poder propio? Sí. ¿Es ético hacerlo desde el corazón del gobierno que la llevó al cargo? Desde luego que no.
El acto sobre la pandemia no fue inocente: reunió a voces polémicas, algunas con discursos antivacunas, y se convirtió en un espacio para cuestionar no solo al pasado kirchnerista, sino también para enviar un mensaje al presente libertario. Villarruel busca instalarse como alternativa, incluso a costa de dinamitar puentes con Milei. El riesgo es evidente: en un país que necesita estabilidad, estas maniobras internas no solo erosionan la imagen del gobierno, sino que alimentan la percepción de que la política sigue siendo un juego de egos.
En definitiva, Villarruel parece más preocupada por su proyección personal que por la gobernabilidad. Y en ese camino, muerde la mano que la alimentó. ¿Será esta estrategia el inicio de su carrera hacia 2027 o el principio de su aislamiento político? El tiempo lo dirá, pero hoy su figura se asocia más con la deslealtad que con el liderazgo.













