
La reciente declaración del ministro Edson Fachin, presidente del Supremo Tribunal Federal (STF), marca un hito que no por necesario deja de ser alarmante. Al fijar 2026 como fecha límite para implementar un código de conducta para los propios ministros, Fachin no solo propone una reforma administrativa; está emitiendo un diagnóstico de urgencia sobre una institución que padece de un mal crónico: el personalismo.
La frase de Fachin es lapidaria: “La consolidación de la democracia depende de la superación de los personalismos que debilitan las estructuras republicanas”. Sin embargo, cabe preguntarse si estas directrices éticas llegan a tiempo o si son apenas un intento de contener una hemorragia de credibilidad que ya parece incontenible.
Sombras sobre la independencia
El sistema judicial brasileño atraviesa un momento de extrema sensibilidad. La sombra de la duda se proyecta sobre casos que han definido el rumbo político del país. Es imposible ignorar que la anulación de las condenas de Lula da Silva, liderada precisamente por Fachin, se basó en tecnicismos de jurisdicción y no en una declaración de inocencia. El silencio absoluto y la falta de una fecha para la reanudación de esos juicios alimentan la percepción de una “impunidad procesal” que hiere la confianza pública.
A esto se suma la alarmante configuración de la Primera Sala del STF. Con perfiles como Cristiano Zanin (exabogado personal de Lula), Flávio Dino (su exministro de Justicia y miembro del Partido Comunista), Cármen Lucía y Jorge Messias —todos nombrados por Lula—, el tribunal corre el riesgo de ser percibido no como un árbitro neutral, sino como un escudo político. Cuando los jueces de la máxima corte son “amigos cercanos” del poder de turno, la democracia pierde su contrapeso esencial.
El “Caso Master”: La ética en el jet privado
Si la composición política genera dudas, los escándalos éticos generan indignación. El caso del Banco Master es el ejemplo perfecto de por qué el código de conducta que menciona Fachin es una deuda de ayer, no de 2026.
Resulta difícil de explicar a la ciudadanía que el magistrado Dias Toffoli, apenas 24 horas después de ser nombrado relator de un caso de fraude financiero, viaje a la final de la Libertadores en el jet privado del abogado de una de las partes implicadas. Que, días después, el mismo ministro impusiera el secreto de sumario sobre el caso, solo agrava la sospecha.
La trama se oscurece aún más cuando aparecen vínculos contractuales millonarios, como los R$ 129 millones firmados entre el Banco Master y el bufete de la esposa del ministro Alexandre de Moraes. Estas “coincidencias” entre la vida privada de los magistrados, sus círculos familiares y las causas que deciden son el veneno que consume la imparcialidad judicial.
Conclusión: ¿Institución o archipiélago?
Brasil no puede permitirse un Tribunal Supremo que funcione como un archipiélago de voluntades individuales y favores cruzados. El anuncio de Fachin sobre la “internalización de prácticas impersonales” es un reconocimiento implícito de que, hoy, el STF es demasiado personalista.
Un código de ética no es un lujo burocrático; es la última línea de defensa para evitar que la justicia se convierta en una herramienta de conveniencia. Si el STF no logra mirarse al espejo y corregir estos vicios antes de 2026, el daño a las estructuras republicanas podría ser irreversible. La justicia, para ser tal, no solo debe ser recta, sino también parecerlo.
La falta de independencia del STF no es solo una percepción; es el resultado de una estructura que permite la promiscuidad entre la política, los grandes negocios y la toga.
Mientras los magistrados se sientan en jets privados de abogados y el Tribunal se llene de aliados políticos del presidente, el STF seguirá siendo visto por la mitad de la población no como el guardián de la Constitución, sino como un obstáculo para la verdadera democracia. La propuesta de un código de ética para 2026 parece, en este contexto, un paliativo tardío para una institución que necesita una reforma estructural profunda.












