El Premio Nobel de la Paz no es un cheque en blanco ni un título nobiliario de impunidad moral; es una responsabilidad que exige coherencia hasta el último aliento. Sin embargo, el argentino Adolfo Pérez Esquivel de hoy —aquel que en 1980 se alzó como faro de esperanza frente al autoritarismo— parece haberse convertido en un triste apologista de la opresión, traicionando los mismos valores que lo llevaron al podio de Estocolmo.
El despotismo en Venezuela
Es inadmisible que un referente de los derechos humanos actúe como escudo dialéctico para la tiranía de Nicolás Maduro. Pérez Esquivel no solo ignora la sangre derramada en las calles de Caracas, sino que escupe sobre el sufrimiento de los miles de detenidos arbitrarios y las víctimas de la represión sistemática.
Su vergonzosa carta a María Corina Machado, plagada de comparaciones falaces, revela una desconexión alarmante con la realidad. ¿Cómo puede un Nobel de la Paz ignorar el éxodo de más de siete millones de venezolanos que huyen del hambre y el miedo? Su negativa a reconocer la dictadura venezolana es, en el mejor de los casos, una ceguera voluntaria y, en el peor, una complicidad ideológica imperdonable.
El doble rasero y la “caja” de la corrupción
La coherencia de Pérez Esquivel termina donde empiezan sus afinidades políticas. Su papel como visitante de Cristina Fernández de Kirchner en su “dorada” detención domiciliaria es el retrato de una decadencia ética. Resulta insultante para el pueblo argentino que un promotor de la justicia ignore las pruebas de una corrupción que saqueó las arcas públicas.
Mientras el último gobierno kirchnerista —al que él defiende con fervor militante— sumergía a millones de argentinos en la pobreza más abyecta, Pérez Esquivel prefirió el silencio cómplice o el abrazo condescendiente con el poder. Para él, los derechos humanos parecen ser una herramienta de propaganda, no un principio universal: duelen si vienen de la derecha, pero se justifican si los viola un aliado.
Un galardón vacío de contenido
La paz sin justicia es una farsa, y la justicia sin imparcialidad es simple revanchismo. Al elegir el bando de los opresores y los corruptos, Pérez Esquivel ha logrado lo impensable: desvirtuar su propio legado.
Hoy, su voz ya no representa a los oprimidos, sino a una élite ideológica que antepone el dogma a la dignidad humana. El Nobel de 1980 es hoy una sombra que utiliza su prestigio pasado para validar los atropellos del presente. La historia será implacable: no se puede ser pacifista mientras se estrecha la mano de quien persigue, encarcela y hambrea a su pueblo.
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