En Venezuela, la línea entre la crítica y el crimen se ha borrado peligrosamente. El caso de Marggie Orozco, médica general de 65 años condenada a 30 años de prisión por “traición a la patria, incitación al odio y conspiración”, es un símbolo desgarrador de cómo el poder puede convertir la palabra en arma y la opinión en delito.
Su “crimen” fue enviar un audio por WhatsApp criticando la gestión del gobierno y llamando a votar en las elecciones. Un acto cotidiano en cualquier democracia, pero que en el contexto venezolano se transformó en una sentencia que equivale a la pena máxima. ¿Qué mensaje envía esto? Que el Estado no solo controla los recursos, sino también las emociones, las conversaciones privadas y hasta el derecho a indignarse.
Este caso no es aislado. Según organizaciones como Foro Penal, hay más de 880 presos políticos en el país. Cada uno representa una fractura en el tejido democrático y una advertencia: la represión no se limita a líderes opositores, alcanza a ciudadanos comunes, profesionales, madres, abuelos. Nadie está a salvo cuando la crítica se criminaliza.
Más alarmante aún es el contexto: Marggie Orozco ha sufrido dos infartos en prisión y padece depresión crónica. ¿Qué justicia puede llamarse tal cuando se castiga con la muerte lenta a quien solo ejerció su derecho a opinar? La respuesta es clara: no es justicia, es venganza política.
La comunidad internacional debe mirar este caso con la seriedad que merece. No se trata solo de Venezuela, sino de un patrón que amenaza a toda la región: gobiernos que usan leyes ambiguas para silenciar voces incómodas. Hoy es Marggie, mañana puede ser cualquiera que se atreva a cuestionar.
En tiempos donde la verdad se persigue y la mentira se institucionaliza, defender la libertad de expresión no es un lujo, es una urgencia. Porque cuando opinar se convierte en delito, la sociedad entera se convierte en prisionera.













