Un Viaje a la Belle Époque Donostiarra

El funicular de Igueldo y su parque no son simples reliquias. Son un testimonio tangible de una era de optimismo y progreso, un legado de los ingenieros de caminos que supieron unir función y belleza. Cada crujido de madera, cada ventana que enmarca la bahía, cada risa que se escapa en la Montaña Suiza, es un latido que mantiene viva el alma de la San Sebastián de la Belle Époque.

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Por Héctor J. Zarzosa González *

En la estela dorada de la Belle Époque, San Sebastián se consolidó como el elegante refugio estival de la corte. Fue en este contexto de esplendor y transformación urbana donde nació la visión de crear un mirador sin igual sobre la bahía de La Concha. La Sociedad Anónima Monte Igueldo, constituida en marzo de 1911 con un capital de millón y medio de pesetas (9.000 €), tuvo el ambicioso objetivo de explotar un ferrocarril funicular y un parque de atracciones en la cima.

El proyecto fue un compendio de talento y visión. La concepción técnica del funicular recayó en el ingeniero Emilio Huici, quien ideó el sistema con precisión, mientras que la dirección de obra estuvo en manos de Severiano Goñi, representante de la prestigiosa casa suiza Von Roll Fonderie, de Berna, que equipó toda la instalación con tecnología punta para su tiempo. A esta sinfonía técnica se sumó la belleza arquitectónica diseñada por Luis Elizalde, autor de la estación inferior modernista, el restaurante original y el icónico torreón que aún corona el monte. Pero detrás de estos nombres, hubo muchos otros ingenieros de caminos que aportaron su saber y su esfuerzo, como el joven donostiarra Ramón Zoilo Pagola, cuyo trabajo contribuyó a que esta obra se convirtiera en un símbolo eterno. Como ingeniero de caminos que escribe estas líneas, no puedo sino rendir homenaje a todos ellos: hombres que, con cálculo y pasión, hicieron posible que hoy sigamos ascendiendo por la ladera en los coches del funicular, disfrutando de una experiencia que es tanto técnica como poética.

La inauguración oficial, un 25 de agosto de 1912, fue un evento de gran relevancia social, presidido por la mismísima regente María Cristina. En ese día, donostiarras y veraneantes vieron nacer no solo un medio de transporte, sino una máquina del tiempo que, más de un siglo después, sigue funcionando con sus mecanismos y coches de madera originales, siendo el único en España en conservarlos intactos.

El funicular de Igueldo es una joya de la ingeniería que ha desafiado al tiempo. Su proyecto constructivo fue una respuesta elegante y eficaz al pronunciado desnivel del monte. La línea, con una longitud total de 312 metros, salva un impresionante desnivel de 151 metros entre la estación de Ondarreta (a 11 metros sobre el nivel del mar) y la superior del parque (a 162 metros). La pendiente es notable, con una media del 48.39% y una máxima que alcanza el 57.90%. El viaje, una experiencia serena y evocadora, dura apenas tres minutos.

La técnica empleada es fascinante. Se trata de una vía de ancho métrico simple tendida sobre una losa de hormigón. Para permitir el cruce de los dos coches en mitad del trayecto, se instaló un sistema de cruce Abt, una solución ingeniosa del ingeniero suizo Roman Abt. Este sistema prescinde de desvíos móviles; en su lugar, cada coche tiene ruedas con doble pestaña en un lado y sin pestaña en el otro, lo que les permite “atravesarse” de forma segura en el punto de encuentro.

La maquinaria, situada en la estación superior, era originalmente accionada por un motor de 50 cv, que ha sido sustituido por uno moderno de 125 CV a 220 V. El sistema de frenado es doble y redundante y además de los frenos de servicio, cuenta con un freno de emergencia tipo Ruprecht que se acciona automáticamente si desaparece la tensión del cable, haciendo que unas mordazas se apliquen con fuerza sobre el carril.

Los coches del funicular, término correcto para referirse a los vehículos que transportan pasajeros, constituyen uno de los elementos más característicos del sistema. Aunque en ocasiones se les denomina erróneamente “vagones”, esta denominación corresponde a unidades destinadas al transporte de carga o animales, no de personas.

El sistema está compuesto por dos coches, de unos 10 metros de largo, que conservan su apariencia y estructura original, divididos en cinco compartimentos escalonados para mantener la horizontalidad durante el ascenso. Predominan en ellos la madera y los colores que homenajean su pasado, ofreciendo un viaje que es una auténtica inmersión en 1912.

Al culminar el ascenso, el funicular deposita al viajero directamente en un mundo de fantasía y nostalgia: el Parque de Atracciones Monte Igueldo. Inaugurado el mismo día que el funicular, este parque es el único superviviente de los tres que tuvo San Sebastián a principios del siglo XX. Su encanto reside en haberse convertido en un museo vivo de las diversiones de antaño, con 20 atracciones que conservan la esencia de la “Belle Époque”.

El elemento más destacado es el Torreón, una construcción que evoca el antiguo faro de leña del siglo XVI que coronaba el monte. Diseñado por Elizalde, añade una planta con grandes ventanales que funciona como un mirador excepcional, desde donde, en días despejados, se puede vislumbrar hasta el cabo Machichaco.

El visitante que busca una experiencia única y cargada de historia no puede dejar de subir a la Montaña Suiza, auténtico emblema del esplendor de 1928. No se trata de una montaña rusa convencional, sino de una scenic railway que serpentea majestuosa sobre una sólida plancha de hormigón, como si la ingeniería y la belleza se hubieran dado la mano para crear un viaje inolvidable. Sus coches —sí, coches, insisto— avanzan lentamente, permitiendo contemplar el paisaje con la misma emoción que sintieron quienes la estrenaron hace casi un siglo. Es una joya de la ingeniería de la diversión, probablemente la más antigua de su tipo en funcionamiento en todo el mundo, y cada recorrido es un diálogo entre pasado y presente, entre nostalgia y asombro.

El valor excepcional de este conjunto no ha pasado desapercibido. En 2014, el funicular y el parque de atracciones fueron declarados Bien de Interés Cultural en la categoría de Conjunto Monumental.

…Y así, mientras sus coches siguen trazando la misma silueta en el cielo casi un siglo después, la Montaña Suiza no es solo un diálogo entre el pasado y el presente, sino un emotivo tributo en movimiento. Un homenaje perpetuo a la visión de aquellos ingenieros de caminos que, con cálculo y hormigón, dibujaron la eternidad en el paisaje. Y un legado que hoy, a través del objetivo de una de sus descendientes, sigue capturando la misma belleza que ellos una vez soñaron.

 

*Perfil del autor

Héctor J. Zarzosa González es Ingeniero Superior de Caminos, Canales y Puertos por la Universidad Politécnica de Madrid (UPM),  MBA y master Project Management Internacional.
Es Corresponsal de ICN Diario en Europa.
Es Director de Silicon Valley Global y de la Fundación Uniteco.
Es director de diferentes planes formativos, siendo docente en universidades como la UPM, la Universidad de Alcalá o la Universidad San Francisco de Quito.