Por Paco Tilla.-
Érase una vez en un reino de fantasías que quiso tener su propio Disneylandia, donde las mayores sueños imposibles se pudieran hacer realidad. Se pasó de un gobierno de la república a una monarquía, con un rey y todas la prebendas que el cambio conlleva.
Allí en ese reino estaba una ministra que ambicionaba vivir en un mundo perfecto sin tener que pagar impuestos (sólo los de ella) y a los demás habitantes, les daba duras lecciones de que con el dinero del pueblo no se juega y exigía que pagaran.
Otra condesa, apenas le dieron un empleo en el gobierno del reino, lo primero que hizo fue ascender a su esposo del cargo inferior que tenía y ponerlo al frente de una oficina de los botes y los puertos del reinado.
El nuevo monarca se enfrentaba a decisiones concretas y dijo a los habitantes que “todo estaba resuelto”, aunque la defraudora de las arcas del reinado, si bien la “renunciaron” como ministra, pasó a desempeñar funciones entre los diputados acólitos del rey.
Luego, otro de los nuevos ministros de esa nueva era del caviar, (Ministerio de Ambiente), pensó que debía tener en el palacio compartido donde fungía su labor, un ascensor propio, exclusivo, como no tuvieron los anteriores ayudas de cámara cuando el país ser regía en forma de república.
El ministro de Ambiente, fue pronto a los recepcionistas a imponerles que debían darle un ascensor exclusivo y lo hizo sin consultar al presidente de la cofradía política del partido monárquico, el FA, que en sus lejanas épocas de laburante, fue ascensorista. Pudo recabar su consejo y no lo hizo.
Le explicaron varias veces que el ascensor propio era imposible, que todos tenían allí los mismos derechos y que lo único que podría utilizar sería un montacargas de servicio y ante tanta insistencia del secretario ambiental, le dieron un precio exorbitante por arriendo mensual de un ascensor digno con su cargo: 4.000 dolares estadounidenses.
Final de la historia: el ministro hoy sube y baja en el montacargas…