¿Por qué este libro?

'Gramsci, su influencia en Uruguay' el libro de Juan Pedro Arocena, fundamental para conocer nuestra historia, llega en su nueva edición

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No es frecuente un fenómeno como el uruguayo en el contexto de las naciones. Un país de ingresos medios altos, una democracia plena y un desarrollo humano envidiable para todo el continente sudamericano, donde el Partido Comunista lidera junto a exguerrilleros una coalición política que posee características de partido, que ha ganado tres elecciones seguidas al comienzo del milenio y luego del fracaso del 2019 se presentará nuevamente con posibilidades de triunfo en 2024.

Llama la atención lo extremo de la retórica, que toma cuerpo en toda la coalición de izquierda constituyendo también la guía de su accionar en la oposición. No sólo por permanecer solidaria con las dictaduras comunistas o filo comunistas de nuestro subcontinente, sino también por asumir permanentemente actitudes poco creíbles. Por caso, las recientes declaraciones que soslayan una inevitable e incondicional condena a los salvajes, inhumanos y abyectos atentados del Hamas en Israel. La política opositora, salvando la relativa tregua que se presentó en la pandemia, tomó el carácter de resistencia, como si el gobierno no hubiera emanado de procesos electorales ejemplares; como si se tratara de una dictadura opresora o de un poder político ejercido por un ejército extranjero de ocupación. Así debía ser según las directivas que el senador Olesker impartió en diciembre de 2019, en un audio que se viralizó a pocos días del triunfo de Lacalle Pou, y así fue.

Contra la llamada “LUC”, una ley fundamental para que el gobierno electo cumpliera su programa, se levantó una campaña apocalíptica e inverosímil que procuró su derogación en una consulta popular. Algo que amenaza con repetirse y de manera aún más irresponsable, contra la ley que sancionó la reforma del sistema jubilatorio, de igual modo fundamental para la estabilidad social y previsional del país. Todo en medio de un clima de permanente conflictividad sindical, agitación política y lenguaje catastrofista, como si se quisiera reeditar la experiencia insurreccional de los sesenta y setenta.

La fórmula presidencial de la izquierda logró en la segunda vuelta de las elecciones del 2019 más de 1.150.000 votos, poco menos de la mitad del electorado y, en consecuencia, podríamos también decir, casi la mitad de la opinión pública uruguaya. ¿Cómo puede sucedernos esto? Las ideas comunistas, el compromiso con regímenes contumaces violadores de los derechos humanos, la permanente toma de posición en contra de los valores de las grandes democracias de Occidente, el apoyo a veces velado, pero a veces también directo al terrorismo, ¿puede realmente haber ganado la conciencia de la mitad de los uruguayos? La respuesta debe ser una clarísima negativa. Esas posiciones no son sostenidas sino por unas pocas decenas de miles de personas, militantes, las más de las veces nostálgicos de la insurrección de los sesenta, que ante el bochorno del comunismo y del socialismo real, ante su derrumbe hace ya más de tres décadas no atinan sino a reaccionar con más resentimiento y odio, esos materiales propios de la doctrina confrontacional que ha colonizado su intelecto, amputándoles toda capacidad de análisis autocrítico, toda posibilidad de revisar sus postulados, a pesar de que se presenten cada vez más reñidos con la naturaleza humana.

Si este liderazgo ha logrado extenderse y ser impuesto por la izquierda, ello no se debe a un masivo adoctrinamiento teórico marxista o post marxista y mucho menos a una asunción consciente de la doctrina por parte de las grandes masas. Lo que lo ha posibilitado este fenómeno, es algo bastante más sutil; nos referimos a “la hegemonía” y en particular, a “la hegemonía cultural”. La izquierda ha logrado posicionarse en el centro del ring, elige el terreno de juego que restringe por anticipado la libre contienda de ideas sometiendo a sus interlocutores a la indefensión de no generar preguntas o cuestionamientos, sino a gatas, intentar respuestas que quedan a mitad de camino entre el argumento y la disculpa. La hegemonía da por sentados axiomas cuya defensa es sólo efectiva en el campo de una idealidad del cual ese interlocutor no sabe salir. No atina a hacerlos desvanecer como sucede cada vez que se los somete al análisis de las nefastas consecuencias que su aplicación impone. Se ha instaurado lo políticamente correcto, que equivale las más de las veces a lo fácticamente desastroso. Se ha manipulado el lenguaje, transmutando el significado de los términos de tal forma que palabras como democracia, popular, trabajo, riqueza, pobreza, igualdad, libertad, vienen preñadas de un significado espurio.

Este libro explica cómo se ha llegado a estos extremos y constituye también una ayuda para encontrar las armas idóneas con las que presentar efectiva batalla. Una batalla sin balas, una batalla que debe librarse más allá de la geopolítica, una batalla que no se propone anexar territorios, UNA BATALLA POR LAS IDEAS, UNA BATALLA POR LA CULTURA.