Yo yacía mirando el café resucitarme. La muerte era un escalón más de la vida. La calle estaba rota por mi casa antigua. Los afiebrados dioses pagaban en especie. Montevideo me amaba y me bendecía, como antes que yo perdiera mi corazón en Madrid. Madrid también me bendecía, altiva.
El poniente era una gota de agua en mi horizonte, cuando bajaba a caminar por la rambla. Son tantos siglos enredado en laberintos de espejos que ya no reconozco al tiempo. Una amiga me invitó a bailar un tango cuando, cansina pero estrellada, la noche llegó cargada de aleluyas. Recé por mí y por mi musa española.
Todos los átomos del Río me respondieron. Reí valientemente de mis propias travesuras. Los discos del mundo invadieron la biblioteca de Babel. Padecí insomnio y guerra interior. Una muchacha me pidió una moneda. Lejos y cerca.
Las alucinaciones de la calle Constituyente me hicieron atleta. Hoy voy silbando “Tomo y obligo”. Una musa nueva me cuida las espaldas. La casa vuelve a estar llena de ángeles.
Bailo incondicionalmente con mis viejas penas. El mar se hace flor y me regala una escalera de fe.