Por Fernando J. Portillo
Hay fechas y eventos especiales en los que recuerdo a mi viejo – Luis Fernando –, así como sus orígenes vascos, que también son los míos.
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Mi bisabuelo -Domingo – paso su infancia junto a la Ría de Mundaka que desemboca en el Mar Cantábrico y desde muy niño trabajaba haciendo viajes entre Kanala y Mundaka en una pequeña barca – Ida y vuelta, varias veces al día -.
Con 15 años decidió venirse a América, arribando al Uruguay – país del que no tenía idea que existía-, y por su experiencia marinera lo contrataron como jornalero trasladando obreros en barcazas desde el puerto de Montevideo hasta a los saladeros del Cerro – “ida y vuelta varias a veces al día” como en su lejana patria-, cuanto juntó unos pesos se compró su propia barca, la que llamó: “Vizcaya”.
Luego se fue a trabajar al Río Negro, con esfuerzo había ahorrado dinero y compró algunas barcas -en algún diario de la época dijeron que era “una flota”- y con ellas organizaba el transporte del tasajo desde los saladeros instalados en el Río Negro hasta los puertos de embarque en el Rio Uruguay.
Mas tarde lo contrata el Barón de Mauá, para que se trasladara como gerente de su Saladero Sacra – Paysandú-.
Finalmente cumple el sueño de poseer su propia estancia: <<Santa Rita>>, en Tangarupá- Salto-.
Mi bisabuelo se casó con Josefa Cincunegui, nacida en Regil, provincia de Guipúzcoa, comunidad autónoma del País Vasco.
Producto de dicho casamiento nace mi abuelo << Domingo Amadeo>>.
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Mi abuelo – Domingo Amadeo- contrae matrimonio con Julia Soto, mi abuela paterna con la que procrearon diez hijos – entre ellos a mi padre-.
No todo fue sencillo en la vida de mi abuelo, a la edad de 35 años perdió todos sus bienes y tubo que reiniciar sus estudios universitarios en Montevideo – que había abandonado- y trabajar para mantener a su familia.
Luego de mucho esfuerzo, se recibe de Médico Veterinario, llegando a ser jurado de exposiciones, director de un campo experimental en Maldonado y el primer técnico que incursionó en el área de la inseminación artificial en Uruguay – cuando todavía era una técnica artesanal, difícil e innovadora -.
Mi viejo siempre ayudó a mi abuelo y lo acompañaba en su auto – una Berlina verde impecable de los años 40´- en sus recorridas visitando a sus clientes como veterinario.
Alguna vez mi padre me llevó a esas visitas, recuerdo que mi abuelo siempre me llamaba ¨Chinchurreta¨ – proveniente del apellido vasco Txintxurreta – no sé por qué…
Mi abuela Julia, realmente se llamaba << Julia, Dolores, Antonia, Joaquina, Maria, De la Santísima Trinidad >>, se cuenta en la familia, que un día tuvo que concurrir a realizar un trámite en una oficina publica y mientras esperaba que la llamaran junto a otras personas, el empleado que la iba atender procedió a llamarla por todos sus nombres.
En ese momento, al finalizar el funcionario de recitar la extensa identificación, un hombre que también esperaba ser atendido, se paró y en vos alta dijo << ¡AMÉN! >>.
A partir de ese momento en casos similares apenas decían Julia, mi abuela se paraba y se acercaba a los funcionarios diciendo – Soy yo, soy yo…-.
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Pero los orígenes de mí padre nunca modificaron su humildad y bonhomía, creo que solo había tres cosas a las que era fiel y que nadie podía vilipendiar en su presencia, su familia, Wilson – Wilson Ferreira Aldunate- y el Club Nacional de Futbol.
Conoció a mi madre Maria Isabel – Mabel- en el balneario ¨Las Flores¨ -Maldonado- con la que se casó y tuvieron seis hijos – yo incluido-.
Cuando fue capataz en una estancia en Sarandí del Yí – Departamento de Durazno – siendo yo pequeño, -me quedo grabado en la mente que, montando junto a mi padre mi caballo overo – amarillento – llamado ¨Banana¨, este sin razón aparente se desboca y a gran velocidad partió mi padre tras de mí, alcanzándome con su caballo y con pericia logró tomarme de los tiradores de mi pantalón, quedando colgado en el aire mientras Banana continuó su loca carrera.
No puedo olvidar las mañanas o tardes de mate amargo, lo acompañé en esas mateadas toda mi infancia y juventud. Cuando ya me había independizado de mi hogar paterno, mis visitas siempre rondaban la hora del mate – mate y conversación-, nunca podré olvidar el día que me permitió cumplir con todo el ritual de ¨aprontarlo¨ y cebarlo por primera vez – un gran orgullo para un niño-.
Tampoco el tiempo que estuvo detenido durante la dictadura por regrabar y repartir los casetes que enviaba Wilson a través del Capitán Piñeyrúa, marino contrario al golpe de estado de 1973, amigo de Wilson Ferreira Aldunate.
Hoy en día vivo orgulloso de lo que fue y sigue siendo mi padre – al igual que para mis hermanos -, aunque no fue un hombre famoso o rico -fue un hombre querido y respetado por todos los que lo conocieron-, por lo que no pudo entregar como herencia, cosas materiales al partir, pero si nos regaló algo más importante: su sentir, su saber, su estar siempre presente, eso que no se puede comprar, eso que solo se puede dar, cuando hay amor.
Aunque me había olvidado de que, si nos heredó algo material para él muy preciado, nos regaló a cada uno de sus seis hijos, un plato de la loza – Inglesa – de la estancia Santa Rita de nuestro bisabuelo, el que aún conservo…