Por Fernando Portillo
“El mar tiene estas cosas; todo lo devuelve después de un tiempo, especialmente los recuerdos.” – del libro Las luces de septiembre-.
Son el mar y el rio siempre cercanos, los que a lo largo de mi vida me han brindado parte de mis momentos de felicidad, siendo el nexo con los recuerdos del pasado, esos que guardamos de aquello que sucedió y que a su vez construyen un relato positivo, aunque el tiempo inexorablemente en su camino edita muchas veces las imágenes guardadas en nuestra mente.
Pero los sabores, sonidos, olores, vistas o texturas se saltean la lógica y nos devuelven a un pasado real, a sensaciones de volver a estar, de volver a ser quienes fuimos y quienes nos acompañaban en un preciso lugar.
Fue el olor a mar el que me transportó a aquella pequeña playa de cantos rodados, arena con restos de cáscaras de mejillones en la orilla y piedras bajo el agua cristalina y salada.
Llegábamos a ella desde la estación del ferrocarril Las Flores en viejos autos que hacían las veces de taxis por el camino del Castillo Pittamiglio hasta la casa a pocos metros de la costa, que alquilaban mis padres durante todo el verano – Las Algas¨-.
Balneario de calles con nombres de flores, lugar de disfrute, alegría, paz y familia.
En el tren no solo íbamos mis padres y hermanos, también venia una pequeña mudanza para los tres meses veraniegos, sillas, mesas, nuestros dos perros -King Kong y Mimosa- y hasta la heladera.
Las hermanas de mi padre Julia y Joaquina – nuestras tías- también concurrían en verano a las Flores, pero alquilaban al norte de la ruta 10. Sus hijas Elena y Adriana venían habitualmente a jugar con nosotros.
El balneario está delimitado por el arroyo Las Flores al oeste y el arroyo Tarariras al este. Las Flores no se parece a ninguno de sus vecinos Bella Vista y Playa Verde —su eterno rival—.
Había casas de madera y piedra y muchas Santa Rita que con sus colores naranja, rojo, fucsia y rosado decoraban nuestro paraíso durante todo el verano.
A espaldas del balneario los cerros imponían su presencia, sobresaliendo el de las Ánimas – cuenta la leyenda que en la noche se puede ver el resplandor de la “luz mala”, << las ánimas o espíritus de los antiguos Charrúas que allí perecieron>>- y que sobresalen en el horizonte.
Con seguridad pienso que Las Flores permaneció como un lugar especial – poca gente-porque en la playa bajo el agua hay muchas piedras.
Nosotros todos los días íbamos a bañarnos al mar y teníamos nuestros caminos bajo el agua para evitar las rocas, hasta que una marejada fuerte nos alteraba los senderos y debíamos buscar otros recorridos hasta encontrar un lugar solo con arena -toda una aventura-.
Como en todo pueblo, en Las Flores se duerme la siesta y en las tardes no se escuchaba volar una mosca, como teníamos permitido movernos con libertad nos íbamos al club.
A diferencia de otros balnearios, las casas están próximas unas de otras por lo que en esas horas de descanso hablábamos despacito.
En las noches – de buñuelos o tortillas de algas, arroz con mejillones (que sacábamos de las rocas de la playa), asados, pizas o choripanes- mientras mis padres preparaban la cena, salíamos con frascos vacíos de dulce de leche -Conaprole – a cazar bichitos de luz que por cientos aparecían al oscurecer, de ves en cuando alguna luciérnaga nos deslumbraba.
Pero las Flores tenía para mis padres – Luis y Mabel – y hoy en día para todos sus hijos un significado más importante, allí se conocieron por primera vez – cuando eran muy jóvenes – luego fueron novios y se comprometieron para formar la familia de la cual provengo.