Por Fernando Portillo
Esta historia nace en una fría tarde de agosto, cuando con Raúl observamos a cuatro perros en la entrada de un supermercado mientras conversábamos.
Parecían callejeros pues no tenían collares ni correas, libres.
Estaban echados juntos mirando ansiosos las puertas del local comercial.
Presumimos que alguien del Super les daría siempre algo de comer y por eso estaban allí, esperando pacientemente.
En un momento se incorporaron gimiendo, ladrando y bailoteando al derredor de un señor mayor que salía del comercio, todo ese cariño le era dedicado a quien inequívocamente aguardaban.
El hombre sin decir palabra, pero con un gesto de satisfacción, simplemente caminaba en forma lenta por su edad, con su espalda encorvada, un gran bolso en su mano y los cuatro perros a su lado.
Cuando paso frente a nosotros, le preguntamos si eran todos suyos, afirmando con la cabeza y mirándonos a los ojos nos dijo:
-El más grande se llama Almirante, por el Graf Spee y los otros tres: Ajax, Achiles y Exeter. Como los buques que lucharon en la batalla del Rio de la Plata.
-Son perros marineros !!! Le contestamos con una sonrisa.
-Si, respondió. Agregando, la mar me hizo hombre y me dio lo poco o mucho que tengo, pero un amor no deja crecer otros y ellos hoy me lo dan, señalando a los perros.
-Cobré la jubilación y les vine a comprar su comida, por eso están contentos, ellos entienden todo, vio…
Sin más palabras siguió caminando por una calle angosta perdiéndose de vista en la oscuridad de la noche entrante en el norte de Malvín.
Esa historia de vida me retrotrajo a mi niñez.
En mi casa teníamos dos hermosos perros collie dorados.
Se llamaban King Kong y Mimosa y nos acompañaron más de una década.
Los trajimos de cachorros cuando nos mudamos de la estancia de Don Pepito en Sarandí del Yi, donde mi padre fue capataz.
Crecimos junto a ellos con mis cinco hermanos, eran parte de la familia.
¿Cuántos adjetivos podríamos dedicarles a nuestros perros?
Infinidad creo, pero por sobre todas las adjetivaciones que podamos elucubrar el perro es un amigo entrañable.
Ellos crean una amistad indestructible, que es en muchos casos heroica y siempre tierna y cariñosa.
Su amistad, se entrelaza y une como el mito de un hilo rojo a los seres humanos con los que conviven, en cualquier momento del tiempo, sin interrupción.
Por siempre jamás, como el título de la novela de Coben.
Según la leyenda del hilo, aquellos que estén unidos por el están destinados a convertirse en almas gemelas.
Podrá enredarse, estirarse, tensarse o desgastarse, pero nunca romperse por parte de ellos.
Los humanos no siempre somos capaces de atar el hilo rojo a nuestra alma y devolver tanto, ellos si…
Sin lugar a duda las actitudes de los pichichos son ni más ni menos actos de amor ininterrumpidos, algo cada vez menos frecuente entre los seres humanos.
También esta historia trajo a mi mente el recuerdo de cuando viví en la Ciudad de Atlántida, un balneario de Canelones donde las jaurías o manadas de perros asolaban principalmente su costa en invierno, sin turistas ni veraneantes.
Producto de los hijos de puta que durante las vacaciones veraniegas o fiestas tradicionales les regalan un perrito a sus hijos, dejándolos abandonados al finalizar las mismas.
Pienso que en algún lugar pagarán sus culpas.
Pero por suerte, hay personas de otra clase, gente buena, que los protegen, cuidan y llegan a adoptar.
Ellos, los perros, en esas ocasiones te ofrecen a través de sus ojos un sentimiento indefinible que solo puede sentir y llegar a emocionar a quienes han vivido esa experiencia.
Esa forma de mirar es un gracias y un juramento de eterna lealtad.













