Por Raúl Vallarino.-
Durante mucho tiempo vivió en la calle; era amigo de todo el barrio y la gente lo amaba, mientras él se acercaba para recibir una caricia y cada día tenía sus comidas aseguradas. Nunca pedía nada, solo esperaba.
En el invierno intentamos que entrara a la casa, pero se resistía, era un alma libre, le gustaba ser callejero, pero sin perder su alegría y emoción al verte llegar al barrio luego del trabajo. Saltaba alrededor de uno y puedo asegurar que en su carita se reflejaba la alegría de recibirte.
Un día, cuando vimos que empezaba a perder la visión y que dejarlo caminar por las calles era un peligro para su vida, lo llevamos a nuestra casa y allí como sabiendo que ya no podría vivir recorriendo el barrio, aceptó quedarse con nosotros y pasó a ser parte de la familia. Nos cambió todo; nos colmó de amor y nos hizo, sin dudas, mejores seres humanos.
Hoy, ya con unos cuantos años encima, una persistente enfermedad lo puso en una situación límite y con enorme dolor tuvimos que dormirlo.
Alguien dijo que cuando el veterinario hace su trabajo para evitar que siga sufriendo, nunca deben dejarlo solo, porque él necesita saber que las personas que ama están a su lado, aunque a uno el dolor lo desgarre. Así lo hicimos.
Hoy se fue Lobito; se fue parte de nuestra vida. Se nos fue un hijo.













