¡Uy, cómo pasa el tiempo, (o no)! A cuarenta años del Tejerazo

Reflexiones reversibles de aquella España, la de ahora y nosotros

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Imagen del video del Congreso español (RTVE)

Prof. Dr. Mariano Eloy Rodríguez Otero
Profesor de Historia de España en la Universidad de Buenos Aires
Director del Instituto de Historia de España Dr. Claudio Sánchez-Albornoz (Universidad de Buenos Aires) [email protected]

El paso de ya cuatro décadas brinda una perspectiva despejada, pero no despojada.

Se caen mitos y se aceptan matices.

Si en el tango veinte años son nada, cuarenta deberían ser más fáciles de obviar. Pero no en estas fechas en que se cumple ya cuatro décadas del intento de golpe de Estado encabezado por el teniente coronel Antonio Tejero contra una tan naciente como vacilante democracia española. Era el 23 de febrero de 1981 y fijó en nuestro ámbito la denominación 23-F, de apariencia tan anglosajona, como así también imágenes simbólicas de uniformados amenazantes y un nombre: Tejerazo.

Después de una Guerra Civil que hoy se nos diluye en su perdurable huella, y una cruel dictadura también emblemática, España ensayaba sus primeros pasos de un régimen a lo menos postfranquista en lo que se podía y la sociedad estaba dispuesta a aguantar, es decir un parlamentarismo condicionado, heredero contrahecho de los cuarenta años de dictadura del generalísimo Francisco Franco Bahamonde, fallecido el 20 de noviembre de 1975. Haciendo cuentas, ni un lustro había transcurrido y algunas cosas ya habían cambiado. Restringidas para nuestra exigente mirada de hoy, desde la tranquilidad del tiempo pasado y esos entonces novedosos hábitos afianzados en la cotidianeidad, pero muy señeras para tan azorada generación dentro y fuera de la Península, y en su proyección latinoamericana. El faro se iba erguiendo como un modelo cauteloso a observar, alguien del «barrio hispanoamericano» cambiaba para mejor, sin rupturas traumáticas, pero con bastantes más muertos de los que recordaríamos, por la extrema derecha, por la ETA y por el GRAPO, y hasta por el aparato del Estado mismo. Y si no que se lo pregunten a Rodolfo Martin Vila y a la jueza Servini. Y por qué no decirlo, exageraciones confiadas, pues por más que suene a juego de palabras el tan escandaloso «destape» fue más una tapadera de esa sociedad conservadora que se maquillaba libidinosa sin dejar sus achaques pacatos. No es un demerito en sí siempre que no olvidemos que solo en la ironía del escritor Francisco Umbral la tan elogiada Transición española fue una «Inmaculada Transición».

A uno y otro lado del charco. España se erige en modelo, pero…

El escenario asemejaba un cruce de escaleras mecánicas en algún centro comercial, ellos remontaban de los subsuelos y otros hacia esos sótanos se hundían. Seguro que todo merece matices y sorprendería sin mayores explicaciones. Pero los españoles —con condicionantes hoy fastidiosos— ensayaban una nueva convivencia que llenaba progresivamente de asombro, y vale recordarlo, de envidia, al Cono Sur. Mirada en perspectiva de décadas refleja clara la entonces módica transmutación del reparto del poder, pero con una estabilidad en la prosperidad que era anhelada y lo sería cada vez más a medida que pasó el tiempo a ambos lados del océano. Quedo plasmada en la Constitución de 1978, inmerecidamente descalificada hoy en día, cuando se perdieron oportunidades de reformarla, y pese a ser la que, en rigor de verdad indiscutible, proporciono el más largo periodo de paz y convivencia a una sociedad inicuamente tildada de extrema y violenta, y aventó fantasmas guerracivilistas por otro lado irreales. Su valía social transformadora se demostraría en la hoy requerida reforma declamada por tantos con mayor o menor honestidad. Pues esa reforma constitucional se impone como consonancia a esas épocas pero más como desafío valiente hacia las generaciones demandantes. Encararla seria demostración de solidez en sus fundamentos.

Eran esos fundamentos modernizadores, de libertades perfectibles y moderación política los que serian desafiados por el Golpe del 23-F. Las dictaduras latinoamericanas desorientadas quizás respiraron con alivio, pero duro poco el intervalo. Mucha más persistió su huella y algunos entresijos dignos de develar, como novedades técnicas, diferencias nacionales y hasta teorías conspiranoicas para todos los gustos y pelajes políticos, según las épocas de marras. Antes a extrema derecha desengañada y ahora a izquierda denunciante. Nada nuevo bajo el sol.

Noche en vilo, todos pegados a los transistores (y varios buscando sus pasaportes)

La tarde noche en que los diputados, los ministros y altas autoridades fueron secuestrados todos dentro del Palacio de las Cortes, sede del Congreso de los Diputados, en la madrileña Carrera de San Jerónimo, se votaba la investidura de un nuevo presidente del Gobierno, tras la sorpresiva pero premonitoria renuncia al cargo de Adolfo Suárez el 29 de enero de ese mismo 1981. El suyo —el de Suárez— era nombre epónimo de la Transición. Ejemplo de las raíces franquistas del cambio, uno de los jóvenes telegénicos llamado a negociar con viejas figuras de la exiliada oposición más virulenta, como el comunista Santiago Carrillo. Y lograr su integración política. Aun hoy, muertos, se lo facturan a ambos.

La irrupción de los golpistas sería tragicómica de no ser ejecutada por guardias civiles armados hasta los dientes, y que no trepidaron en ametrallar los techos para amedrentar a todos, o a casi todos. Las excepciones memorables fueron justamente: Suárez, Carrillo y el general Manuel Gutiérrez Mellado, a la sazón vicepresidente del Gobierno. El paso de sainete se continuó con ese vicepresidente militar que no pudo ser derribado y que plantó cara (y gónadas) a los asaltantes. Y lo sabemos con precisión y exactitud pues este fue el primer golpe que, aunque en diferido, acabó siendo televisado ya que varias cámaras permanecieron encendidas gracias al arrojo y valor de varios operadores de TVE, que jugándose la vida lograron engañar a los guardias civiles, y del que quedó testimonio visual fehaciente (rastreable en Youtube) de la dramática ocasión, con gritos de «¡Quieto todo el mundo! ¡Al suelo! ¡Se sienten, coño!» en la cuartelera voz del conjurado Tejero, pistola en mano. Como obediente recluta quedó esperando órdenes superiores, y nadie respondió. El más alto de los altos conjurados, el teniente general Jaime Milans del Bosch, antiguo defensor del Alcázar de Toledo, voluntario en la División Azul contra Rusia durante la Segunda Guerra Mundial, y en los años sesenta, agregado militar en Buenos Aires, acabó replegando los tanques con los que de modo casi simultáneo al asalto al Congreso había tomado las calles de la ciudad de Valencia, 350 kilómetros al este de Madrid.

Una amenaza menos. Algo empezaba a fallarles a los golpistas. Y todo seria en bajada. Confuso y en declive. Planes de alternativos gobiernos de concentración nacional fallan en el capó de un coche y a la postre se entregan los asaltantes, no sin antes asaltar el bar del Congreso (y hasta llevarse el bote, válgame Dios).

El rey, del de entonces al de después. Nuestra mirada cambiante (de indulgentes a implacables; y él, de apadrinar a lastar el régimen del 78)

Juan Carlos de Borbón y Borbón afianzó su papel en la democracia española con el recuerdo de su derrocado cuñado Constantino de Grecia, hermano menor de la reina Sofía. Coquetear con unos toscos atolondrados, desflecados nostalgiosos, y sin contactos internacionales sería suicida. Así el monarca aprovechó esos medios de comunicación que los golpistas descuidaron e hizo público su mensaje de calma y orden, mediante una alocución por TVE. desmontando previa ronda de confirmación telefónica con los capitanes generales. Así paso de ser Juan, el Breve al aparente garante de la transición democrática española. Desde entonces se enajenó a los fanáticos franquistas, pero acrecentó su prestigio hasta límites de sostener su monarquía en el intrínseco juancarlismo, que se agotaría treinta años después al salir a la luz todo lo que siempre se supo, pero no interesaba discutir: finanzas oscuras, privilegios inicuos y una moral hipócrita.

En aquellas épocas —y ahora— las sospechas de acciones cuando menos contradictorias en el entorno real, la complicidad de su viejo preceptor militar el general Alfonso Armada, las demoras e idas y vueltas han sembrado recelos sobre operaciones montadas que se explican mejor en la ancestrales borboneadas de los monarcas de esa familia: dar alas y cortar el vuelo, elípticas insinuaciones y luego dejar sin cobertura al que se arriesgara por malinterpretar esos indicios. Pero en concreto a los pocos días una manifestación multipartidaria desde la izquierda a la derecha constitucional desfiló en la capital, si bien con la fiera dominada, a diferencia de nuestra Semana Santa «cara pintada» de 1987, que en tanto se le asemejó. Aunque lo disimulemos no somos idénticos a nuestros primos peninsulares.

En definitiva, quedo inscrita una traza que ahogó reclamos sobre las responsabilidades de la Guerra Civil y la represión criminal, acalló a quien quisiera arriesgarse más allá de los límites y preparó la llegada de un Felipe González, tan seductor de incautos  a la distancia oceánica como hoy lo garabatea ser un módico Pablo Iglesias. Y esos recuerdos hoy ponen coto a nuestras ilusiones entusiasmadas.

Las recetas ajenas no siempre son aptas de ser copiadas. La Transición española se agigantó en nuestras sedientas conciencias, pero careció de un libreto único y firme. Eran ideas generales susceptibles de adaptación al uso. La improvisación afortunada dio paso en nuestras naciones latinoamericanas a una admiración sin fisuras y a un ansia imitativa sin base. Algo temblequeante se divulgó como verdad única, revelada y eficiente. Fue una ficción orientadora y no está mal como acicate en la marcha. Afortunadamente el desengaño nos halla con una experiencia propia que no necesita de emulaciones de los Pactos de la Moncloa, que por otra parte nunca existieron como nos los han vendido (y nuestros dirigentes latinoamericanos han comprado, o mandado comprar). Ilusiones aceptadas en el naufragio.

No en vano nos lo había advertido un andaluz y cantado un catalán: «Caminante no hay camino, se hace camino al andar».