Este es el caso que ocurrió en pleno siglo XVII, en Cándas población asturiana de España, un poblado sobre la costa del Mar Cantábrico, cuya principal actividad económica son la pesca y la industria conservera y cuenta además con uno de los puertos más importantes de la zona. Fue al finalizar una de las jornadas de labor cuando los pescadores de Cándas descubren con horror a una gran cantidad de delfines, de la especie de los calderones, quienes en busca de comida les habían destrozado sus redes y aparejos de pesca para arrebatarles sus capturas, y presos de la ira y la desesperación, los damnificados deciden demandarlos ante la justicia.
Para lograr tal fin, el párroco de Candás se dirigió al obispo de Oviedo, Martín Alonso, exigiendo justicia ante los desmanes de los mamíferos acuáticos contra sus feligreses. El obispo decide recurrir a la recientemente creada Universidad de Oviedo, dónde pocos años atrás habían comenzado las clases de derecho, para ayudar en el pleito. En la Universidad nombran como abogado defensor a Don Juan García Arias de Viñuela, y como fiscal, a Don Martín Vázquez, catedrático de Prima de Cánones, suponemos abogados de élite de la época. El 8 de septiembre de 1624 se embarcan, junto con un clérigo de la Santa Inquisición, varios testigos y el notario Juan Valdés, y ponen rumbo a alta mar, hasta llegar a la zona frecuentada por los delfines en cuestión.
El juicio comenzó con la exposición de las partes; siendo en primer lugar la disertación del abogado defensor, que expuso que los animales, criaturas de Dios, tenían derecho a alimentarse y que los delfines estaban antes en aquellas zonas que los candasinos. El fiscal replicó que aquella era la zona de pesca de los marineros de Candás y que por tanto tenían mayor derecho sobre aquellas aguas.
Lógicamente, y como era de esperar, el juicio finaliza con la condena de los pobres calderones, para lo cual, el clérigo, hisopo en mano, procedió a leerles la resolución de la “justicia”, conminándoles a desistir de sus ataques y abandonar aquellas aguas, so pena de arder en el infierno. Tras esto regresaron a tierra, satisfechos por el procedimiento judicial y en espera de si los delfines cumplirían la condena.
Según se cuenta, tras esto nunca más los delfines volvieron a asomarse por aquellas costas ricas en alimentos, probablemente asustados debido a los gritos, amenazas e hisopazos del representante de la Santa Inquisición.
Por muchos años esta historia se narraba entre sus pobladores como una leyenda más, como muchas de las que se van tejiendo en la trama que propone el tiempo, sin más sustento ni verosimilitud que aquel, de quién, nos llega la historia. Relatos orales que iban contándose de generación en generación, transformándose en verdades absolutas, sin tener mayores pruebas del hecho ni evidencias. Hasta que en el año 1980 se produce el descubrimiento de un documento en el Archivo Histórico Provincial de Oviedo, el cual deja constancia de los hechos acontecidos en este poblado y sus habitantes terrestres y marinos. El autor de este documento es el notario que había acompañado a la delegación mar adentro en el insólito juicio, y cumplió con su deber: al dejar constancia de todo lo ocurrido.
En conmemoración de este suceso el escultor Santarúa creó una fuente que se puede contemplar desde 1982 en el parque Maestro Antuña de Candás.
Daniela Arismendes
Editora de cultura (ICN Diario)
¡Qué historia maravillosa! Me encantó
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