Por José Luis Rondán.- En este mundo de hipócritas, estirados y todopoderosos, quienes ataviados convenientemente y con gran pompa, se muestran ufanos ante una humanidad empobrecida, la que muchas veces hace fuerzas para seguir mirándolos con cierta admiración y respeto por ser ellos, nuestros sacerdotes de esta parte del mundo, nuestra contención y abrigo espiritual, abren sus brazos en cada reunión sacra, cuan largos son, y entornando los ojos, nos dicen de la fraternidad, nos dicen del amor, nos dicen de la humildad, de la piedad, de la caridad… La nuestra, no la de ellos. Pero el tiempo discurre y al hacerlo irremediablemente los expone; el hombre es como las estatuas, cuando están lejos se ven de determinada manera, pero al acercarse, las vemos cómo realmente son y así ellos, y de esa manera se muestran al descubierto, desnudos, aun contra su voluntad, porque alguien de mayor jerarquía administrativa, humana y espiritual, les arrebata el encanto, los despoja de las armaduras que los mantenían a salvo, pues entre el Cielo y el pobre mundano, ellos, los pastores, los curas, los irreverentes servidores de un Dios seguramente asqueado de tanta basura.
El Papa Francisco lo sabe, lo ha visto en su corazón y por ello se mostró inspirado por ese Dios que le sustenta, por esa fuerza que le aporta para el verbo, detallando quince enfermedades de la cual adolece la Curia hoy día, las que van desde el Alzheimer espiritual, el terrorismo de los chimentos, hasta la omnipotencia de sentirse inmortales, inmunes, conformando un corazón de piedra que le impide la autorreflexión, la actualización en la vida y ello los lleva a la enfermedad.
Refiere este guerrero de Dios a la enfermedad del acumulador de bienes materiales, hecho éste que entorpece al que pretende el vuelo para estar más cerca del Creador, pues hasta él no se llega con las maletas cargadas de monedas, ni de lingotes, pues la riqueza debe estar atesorada en el templo interior, y ella es etérea, debiendo recordar estos pobres hombres de almas grises, que siempre el ser humano nace denudo y con sus manos cerradas, como apretando la vida, y que al marcharse, lo hará de igual manera aunque ahora sus palmas estarán abiertas, pues de acá no habrá de llevarse nada.
Estoy seguro que estas arremetidas del Papa contra un sistema atávico, enquistado en una Iglesia Todopoderosa cuyas riquezas son cedidas por el altísimo, aun en detrimento de los más necesitados, y quienes las ostentan cual los antiguos emperadores romanos, creyéndose con el divino derecho a disponer de ellas, no serán gratuitas, alguna consecuencia habrá de traerle o se verá obligado a sortear escollos impensables, a las que él llamará pruebas de vida, pues emprender una lucha de este nivel contra los brazos musculosos de la barbarie del Siglo XXI no es una tarea que pueda acometerse sin la firme determinación y el respaldo incuestionable del espíritu superior que lo sentó en el sillón de San Pedro.
Por todos los curas, monjas y laicos desperdigados por el orbe, quienes en el anonimato y el silencio más absoluto, con cuyas manos sanan, limpian, juntan, acarician, arropan, amortajan o dan vida, espero sinceramente que los esfuerzos del Papa Francisco por cambiar las mentes anquilosadas y enfermas de tantos espíritus tramposos encaramados a las bancas de las parroquias, de las diócesis, del propio Vaticano, puedan si bien no culminar la tarea, por lo menos dejar abierta la puerta a la esperanza de que una Iglesia mejor, más humana, más cercana verdaderamente al Dios de Luz, es posible.