
El acceder a la edad bisagra, nos proporciona la posibilidad de observar desde lo alto de la colina de la experiencia, el valle que hemos dejado atrás y de alguna manera, aunque parcialmente cubierto por algunos picos y montes de incertidumbre, el camino que aún nos resta por andar.
Es la edad en que sin tener la fortaleza del joven, el hombre puede encarar la vida desde la solidez de la experiencia, desde el reparo y contención que ella puede proporcionarle y salvar algunos escollos, no a través del empuje del músculo enérgico y tenso, sino del conocimiento de años de vereda, transpiración y polvo.
El poder posicionarnos en lo alto del monte, no nos hace mejores, sino que nos dice que es ese el tiempo en que por estar allí, por no haber quedado en el camino, nos es permitido mirar un poco más lejos y por tal concesión es importante observar con los ojos del alma, con los ojos del maestro, con los ojos del amigo, y del viajero conocedor del sendero.
Después de esa cresta empinada en que la vida nos coloca, nos queda irremediablemente, la pendiente; después de estar allí diciéndole a muchos que a pesar de las mil batallas en las que nos vimos involucrados, cargados de cicatrices y con pocas municiones en el morral, estamos en una inmejorable posición para marcar rumbos, para dictar normas o establecer posiciones, aunque no siempre seamos escuchados, sobre todo por aquello de que nadie hace experiencia de un golpe, con chichón ajeno; siendo ese el momento en que debemos hacernos fuertes, para que desde nuestro pasado, comencemos a pensar en un futuro no muy lejano, donde las nieves de la edad nos digan que ya somos ancianos.
Hace poco estuve varias horas mirando fotos antiguas, fotos de buenos momentos, de tertulias, exposiciones, peñas o reuniones familiares; representaciones gráficas que la tecnología pone a nuestra disposición para ayudarnos a retener aquellos momentos buenos, a revivir instantes pasados que de una u otra forma alimentaron el alma y fortalecieron el espíritu, aunque después de un rato comencé a destruirlas una a una. Algunas fueron a parar a la basura porque quienes en ellas aparecían, hacía ya mucho tiempo habían muerto y las fotos sólo servían para mantenerlos aferrados a este mundo, aunque ya no me aportaban nada, más que pesar por la ausencia, puesto que solo anidaban como en tinieblas, en el fondo de mi cerebro; otras terminaron en la bolsa de los desperdicios, porque si bien es gente que aun camina por acá, ha crecido, se ha transformado y ya no la conozco, porque lo ha hecho sin mí y entonces, tampoco me aportan, puesto que son extraños, aunque nos hayamos conocido durante una vida entera.
Unas fotos por una causa, otras por otra causa; una a una fueron desfilando hacia el fondo de la bolsa de nailon. Cientos de fotos cargadas de recuerdos, pletóricas de historias de amigos que ya no volveré a ver, saturadas de momentos hermosos en los que un fuego, una guitarra y un sentimiento nos unían, nos hacían uno con la vida, pero que el continuo trasegar de ésta, en su incontenible dinámica, fue deformando lentamente; o cambiaron ellos o lo hice yo, pero que de una u otra manera nos volvieron extraños, nos hicieron diferentes, tanto como las veredas en que nos vimos obligados a caminar, cada uno inmersos en sus búsquedas.
Mientras las observaba antes de romperlas, las miraba con detenimiento por última vez; las risas congeladas, el ademán impetuoso, la copa alzada para un brindis ya diluido en el tiempo, mudos acordes de violas y tambores, al fondo un fuego que no danza, pero que tampoco se extingue y después el ruido seco del papel que se rompe y vuela hacia su destino final y muchas veces con él, la memoria.
Estoy en una edad bisagra y me veo obligado a replantearme valores, convicciones, posturas y posiciones. Necesito desde la posición en la colina en que me veo, mirar la vida con otros ojos, soltar algunas manos, para aferrarme a otras, tomar menos fotos de las que ya he roto y disponerme cuando la hora sea dada, a iniciar el camino de la pendiente con la frente bien alta, ligero de equipaje, con la plena convicción que sin exclusiones, somos viajeros cruzándonos constantemente unos a otros por estos senderos, de los que en la vida hay por centenares y que en virtud de ellos, nuestra imagen seguramente rota en mil pedazos, irá también algún día a parar al fondo oscuro de alguna bolsa de basura y muchas manos harán por soltarse de las nuestras aunque no lo queramos, y muchas miradas se tornarán extrañas, y muchas voces antiguamente familiares, amigas y hasta amadas, sonando lejos, se volverán desconocidas.
Esa es la vida, el camino se hace para aprender a conocer la dureza de la piedra, para saber que se siente cuando el sol calcina o la lluvia empapa; para saber acerca del frío, de la soledad, de la tibieza del abrazo amigo.
Esa es la vida, el camino se hace lentamente, como para ir aprendiendo a soportar las pérdidas, las partidas, los desencuentros y sobre todo, para saber qué hacer cuando lleguemos al destino.
José Luis Rondán
Taller de Arte “La Guarida” del artista plástico José L. Rondán
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