Maltrato animal – el prisionero (por José Luis Rondán)

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Era una mañana tibia de otoño, en la casa de mi vecina se escuchaba un gran alboroto, pues un amigo suyo había llevado un perrito de apenas un par de meses; era todo negro, con su carita asustada y su enorme lengua de afuera, parecía más un peluche que un animalito de carne y huesos.
Es para julia, expresó el hombre con un tono ufano, será su mascota nueva, aseveró con cierto aire de orgullo. Recién había comenzado a salir con la madre de la niña y con ese gesto hacia la pequeña, seguro ganaría algunos puntos en la relación.
La niña lo apretaba amorosa entre sus brazos pequeños, le daba besos, le pedía a su mamá que le proveyera de un tacho donde ponerle el agua, y otro para la comida, y una manta vieja para la cucha. -estamos en invierno mamá, había dicho la pequeña, es necesario que tenga un abriguito porque es muy chiquito, y él no tiene mamita.
¡Lo llamaremos Blacky, si es un lindo nombre para él!…Blacky, Blacky… mientras el animalito ensayaba saltitos a la falda de la niña, intentando alcanzarla con algún lenguetazo.
La algarabía duró un par de horas; presumo que hasta el momento en que el cachorro comenzó a orinar y defecar, a tomar confianza con el ambiente y a morder todo lo que tenía a su alcance. Después de todo, era un bebé reconociendo su entorno, y a su manera, se expresaba.
Es lindo, que negrito es, que pequeñito, parece de juguete, etc, etc.
De pronto un silencio de sepulcro; sin ver los rostros, pero conociendo a la gente que vive allí, parece que los viera.- ¡Pero que perro este, hace una hora que esta acá y ya tuve que limpiar tres veces! ¡Caga por todos lados! ¡Miren como tiene los almohadones, ya los rompió! ¡Salí de ahí carajo!…llantos de la niña, comentarios del hombre, maldiciones de la mujer.- ¡Adivinen quien va a ser la sirvienta! aseveró ésta. Un portazo, algo que cayó al piso, algunos gritos…otro largo silencio tenso.
De pronto el ruido metálico de la puerta de la azotea y el amoroso cachorrito con su nuevo nombre a cuestas, salió volando, yendo a parar muy cerca de las mantas que de ahí en más, serían todas sus posesiones.
Será un perro de azotea, sí, una mascota, pero de azotea. Nuevo silencio absoluto, comentarios en voz baja, como para inhibir a los curiosos que estábamos con los oídos alertas.
Pasados los minutos y superado el stress que el violento envión le había producido, el perrito comenzó a gemir, a rascar la puerta de hierro, pero sin mucho éxito; la familia había salido en el auto y al pobre perrito de azotea, lo único que le quedaba por hacer, era gemir, seguir haciendo sus necesidades por todo el recinto de aquel patiecito de tres por tres, lo que lo llevaba a arrastrar excrementos entre sus patas, de un lado para el otro, y sentarse cuando se cansaba, a mirar incrédulo la enorme puerta que solo esporádicamente se abriría para él, mientras seguía sollozando.
En tanto relato esta situación, recuerdo que van varias mascotas de diferentes especies que encuentran su extinción en esta casa o alcanzaron la gloria de la fuga; un loro, dos cotorritas australianas, un canarito, y un perro que desapareció como por arte de magia; aparte de una gata, que hoy duerme en mi cama y rasga mis sillones, que cuando pudo huyó de allí y suele observar a sus antiguos dueños, desde lo alto de un árbol; y otro perro que también bastante vapuleado, murió de cáncer hace algunos años.
Los días fueron transcurriendo entre llantos y gemidos, entre mantas mojadas y excrementos desperdigados, aparte de desagues tapados que debieron destapar los vecinos, quitando de ellos heces, huesos, alguna ropa interior. Y hasta una pelota de tenis, casual entretenimiento del nuevo preso, perdón mascota de azotea.
La niña de entusiasmo breve, brevísimo, y depreciados sentimientos, le bajó la cortina al perrito nuevo, quien tenía el defecto de sentir necesidades fisiológicas, dejándolo librado a su pobre suerte de pasar los días solo, en aquel pequeño habitáculo abierto, sin resguardo, sin amparo, donde poco a poco fue trocando su natural instinto de guardián y ladrador, en histérico y ansioso gemidor, aguardando todo el día, y muchas veces la noche, a que alguien abra la puerta, momento en que se puede escuchar un amoroso.- ¡Salí Blacky!…no se para que te trajeron…
Lo escucho a diario llorar y gemir con desconsuelo, rasgar cosas, morder, arañar y creo, al menos me parece escucharlo, que hasta insulta en su idioma a estos humanos traidores, que prometiéndole una casa, una familia, una niña con quien jugar, le dieron un pedacito de cobertizo, con mantas generalmente mojadas, una enorme porción de soledad, un gran paquete de insultos y agresivos ademanes, y de la niña, ni idea.
Muchas veces escucho que anda gente limpiando, y me quedo contento porque percibo que el pobre animal estará por fin fuera del alcance de los excrementos; puedo sentir como en el esmero, arrojan mucha agua lavandida, o loción para limpieza, con un fuerte olor a amoníaco, y se marchan, y el perrito de azotea, brevísimamente amado, se queda en el lugar rezongando, gruñendo, pues sus desalmados poseedores, desconocen, o simplemente no les interesa, que su hocico sufre muchísimo al inhalar estos productos, y que el pobre, no tiene hacia donde huir; pero no importa mucho, es un perro de azotea, más que mascota, prisionero y al parecer, su única salida habrá de ser cuando muera.
Suelo mirarlo desde mi azotea, a veces le tiro un hueso o hablo con él, pero su mirada de tristeza me duele mucho, me lastima y no alcanzo a comprender lo que con sus ojos tristes, tristísimos, desea decirme, aunque lo presumo… sacame de acá, decime donde está la puerta de salida, o alcanzame un arma que me quiero matar…
Mientras escribo estas líneas extraídas de una situación real, ya planteada hasta el hartazgo a los propios responsables, pero sin resultados positivos ni para el can que lo vive, ni para nosotros que lo sufrimos, viene a mi mente la forma de vida que hemos ido construyendo, donde nos vamos volviendo nuestros propios groseros prisioneros, al tiempo que nuestros propios inhumanos carceleros. Las guerras, las agresiones que sufren unas personas a manos de otras, las muertes innecesarias; los sacrificios, los despojos, las humillaciones a través de las cuales unos pretenden manifestar sus supuestos poderes sobre otros. Las miserias humanas, las degradaciones, los basurales que en abundancia proliferan por la ciudad, los equinos sumisos, tirando de pesadas cargas mientras son apaleados por espectros enfundados en capuchas grises, haciéndonos ver como seres malolientes y degradados, más por dentro que por fuera, y siento pena por el pobre prisionero peludo, en nombre de todos los prisioneros del mundo, mascotas o no. Pero más pena siento por la niña y en ella, por todos los niños del mundo que van creciendo en un ambiente de desamor, de falta de responsabilidad hacia seres desvalidos, hacia seres que por su condición, no tienen vos ni voto, ni opciones para el escape; a quienes no se les enseña a amar a un animalito, pero tampoco a un anciano ni a un enfermo. ¿Se amarán a sí mismos?
Así esta vida, donde el ser humano se dice superado, evolucionado respecto a conductas supuestamente perimidas, las que de ser llevadas adelante hoy día, despertarían el desprecio y el ataque de la sociedad hacia ellos, pero mantiene otras tan reprobables como poseer un esclavo, o empalar a alguien, o quemarlo en la hoguera, y es el de tomar para sí la vida de otros seres para, llamándolos mascotas, descargar en ellos sus frustraciones, todo el veneno que los alimenta a diario, transformando un hogar en una cárcel, volviendo la vida en comunidad en una cruel prisión de la cual no se sale, salvo por la vía del deceso, pues no hay jueces, ni abogados, ni denuncias, ni conductas que reprobar, después de todo es una mascota, un simple perro peludo que defeca y orina, y nosotros, seres superiores, pobres ídolos con pies de barro, quienes en nuestra estúpida grandeza, no percibimos el amor incondicional que ellos tienen para darnos.
José Luis Rondán
Taller de Arte “La Guarida” del artista plástico José L. Rondán
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