El niño que llevo dentro (reflexiones de José Luis Rondán)

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José Luis Rondán
José Luis Rondán
Recuerdo que cuando era niño, solía sorprenderme la madrugada mirando al cielo; vienen a mi memoria, aquellas noches claras en las afueras de una Montevideo no tan poblada como hoy, sin tantas luces, donde los cielos negrísimos, tachonados de estrellas, llamaban poderosamente la atención de aquel niño ávido por descubrir en ese increíble escenario, al Dios Todopoderoso del cual cotidianamente le hablaban los sacerdotes salesianos.
Con el tiempo y los diferentes estudios, con los libros y las imágenes, con los datos que nos van llegando, con la información, con los años, con la madurez que viene de la mano de éstos, el niño ya no miró tanto al cielo y a las noches tachonadas y comenzó a transitar por otros senderos más existencialistas, donde el dios ya no lo era tanto, ni éramos nosotros concebidos tan a imagen y semejanza de él.
Con los años, el niño que me habita y yo, comprendimos que todo lo bueno y todo lo malo que le ocurre a la humanidad, va a parar a un gran recipiente con el nombre de dios y ya no involucramos tanto a las estrellas; ellas están allí, en el cielo, en las noches negras, y nosotros aquí, con nuestros temas, con nuestras preocupaciones, anhelos, ilusiones, frustraciones, eternos viajeros encaramados al pequeño globo azul.
El ser humano ama en nombre de dios, mata en nombre de dios; otorga y quita en nombre de dios. Cuando hace el amor, dice mirarle la cara a dios.
Cuando organiza y lleva adelante grandes y crueles guerras, también asevera hacerlo en nombre de dios y las denomina, guerras santas; cuando altera deliberadamente la naturaleza poniendo en riesgo la vida de millones de personas, argumenta ante la falta de respuestas coherentes, que sabe dios porque se hace tal o cual cosa, como si dios tuviera participación en las apuestas que el ser humano hace a cada rato con este querido y pequeño planeta.
Cuando se erige en sacerdote, en monarca, en señor de su pueblo, alega haber sido ungido por dios, de ahí su carta patente para tal jerarquía y temor de los vasallos; cuando cae en desgracia es porque dios le ha quitado su apoyo, y si muere, jamás se pudrirá en una tumba oscura y mohosa y sí, resplandecerá a la vera de ese tan enunciado como vapuleado dios, pero sólo él y sus seguidores, el resto irá a parar vaya uno a saber dónde, puesto que nunca tuvieron la gracia del creador.
El hombre es tajante en sus determinaciones y no se anda con medias tintas para esgrimir las trasegadas ideas con las que hacer saber a los demás, que ese poder maravilloso, omnipresente, que emana de esa concepción divina, de ese ser ideal, tan grande como metiche, donde se involucra en todo y en cada cosa que hace a la vida de los hombres, está precisamente junto a él, apoyándolo, queriéndolo, protegiéndolo y dispuesto a tomar una espada de fuego, de rayos y tempestades para atacar a quien ose enfrentarlo.
La humanidad comenzó con estas ideas hace miles de años, cuando los sacerdotes bracmanes, y quizás antes, debieron pergeñar estas ideas de un dios, de un poder divino, superior a todo y todos, de un ser gigantesco, autoritario, severo y más o menos justo, del cual ellos, sus más directos adoradores, eran los emisarios, los intermediarios, a fin de poder controlar a sus pueblos salvajes, agresivos y sin normas sociales claras, tratando de ordenar la vida en comunidad, infundiendo la idea de que si alguien pretendía algo de él, necesariamente debía pasar por el sacerdote, haciendo obviamente las ofrendas que cada caso, de acuerdo a la gravedad o urgencia, requería, desde cosechas a seres humanos, desde animales o metales preciosos a entrega de tierras, etc.
Así es que más tarde surgieron corrientes filosóficas, sectas, religiones, que mirando al cielo, ya no con la inocencia o diafanidad que puede hacerlo un niño, aseveraron ser los portadores de la palabra, de la clave para que ese dios maravilloso, pero a voluntad de los sacerdotes, muchas veces bastante cruel, egoísta y mezquino, escuchara las plegarias de los desgraciados que estaban escalones más abajo, quienes para obtener la gracia de ese poder que no estaba a su alcance comprender y menos ver, marchaban alegremente a la guerra, dejando hijos y mujeres atrás, deslomándose para erigir templos, pirámides o monolitos con los que agradar al poder supremo, ya que de lograrlo, éste los llenaría de bien aventuranzas y sería bueno con él y su pueblo, y si algo salía mal, si otro pueblo los diezmaba, si la peste surgía o llegaba una hambruna, era porque no habían hecho lo suficiente, porque el dios no estaba satisfecho y entonces, otra vez a empezar, a meterse hasta las orejas en el sacrificio, en la lucha, ya no por volver a levantar a su gente, sino para levantar un nuevo templo para solaz del dios, y abrigo y empacho del sacerdote.
Así las cosas durante milenios por los cuales los hombres hemos transitado llevando a cuestas el temor, la debilidad, la angustia, la imperiosa necesidad de que alguien nos perdone, sin saber muy bien de que, desconociendo cual era la falta, el pecado, el error que hacía que ese dios se enojara tan fácilmente con los pueblos, sumiéndolos en el desconcierto, haciendo que sus mentes se turbaran, no dejándolos pensar para optar por un mejor camino, y si alguien emergía para marcar un rumbo diferente, ahí surgía la figura borrosa del todopoderoso, y a través del sacerdote y su ejército, lo hacía polvo, para escarmiento de todos los que habían osado pensar que las vicisitudes eran cosas de la vida y no por obra de un dios mal encarado y geniudo, que sólo deseaba mantener a su rebaño en el redil.
Las sociedades se fueron amordazando, embretando tras los formidables murallones levantados por esas corrientes, donde primero fueron cientos de dioses y deidades convocadas para dirigir la vida de los mortales, después cambiaron las reglas en la mayoría de las sociedades, y fue sólo uno quien con un solo gesto determinaba el destino de la gente, y el miedo fue en aumento y los sacerdotes todopoderosos, bañados de la gracia y la sabiduría de su dios, fueron arte y parte en cada momento de la vida de sus tutelados y se constituyeron en dadores de vida y muerte, en los depositarios de las miserias humanas manejadas cruelmente a su antojo.
Hoy día, en pleno siglo XXI, se ha diluido bastante esa concepción férrea de un dios pleno, prepotente y dominador, y el hombre ha podido seguir más o menos a su antojo diversos senderos que le permiten mirar con otros ojos ese cielo estrellado del cual hablaba al principio; dije que le permiten, no quiero decir que lo hagan, ya que sus ojos están absortos por un nuevo dios, tan maligno y tan bueno al mismo tiempo, tan severo y egoísta, tan condescendiente y sabio, como el de las épocas pretéritas, y es el que se esconde detrás de la caja que hipnotiza o entretiene, que aliena o ilustra, que ocupa cada instante, cada rincón, cada espacio de nuestras vidas, dirigiéndonos, imponiéndonos, mutilando nuestra libertad de acción o mostrándonos caminos antes de su llegada, impensables.
Así como el dios de la primera hora sirvió para ordenar, para encausar, así la caja todopoderosa, puede servir para educar, para informar, para entretener; todo es cuestión del control que sobre ella y su acción, podamos ejercer nosotros como seres individuales, todo es cuestión de las posibilidades que tengamos, a través de nuestra propia formación, para saber decir que si, o decir que no a ese dios, cuyos sacerdotes son los comunicadores, los productores, los empresarios que hacen que ella funcione y se involucre en cada milímetro de nuestra existencia.
A todo lo expresado deseo agregar que es importante mantenernos unidos a elementos que nos procuren contención, que nos den amparo ante determinadas vicisitudes de la vida cotidiana; somos muy pequeños, muy frágiles, muy endebles como para enfrentar determinados escollos interpuestos por la mera existencia, de lo contrario no habrían tantos psicólogos, psiquiatras, religiones, libros de auto ayuda, etc. Por ello es imprescindible retomar el camino de la inocencia, el sendero del niño que sabemos, la vida ha hecho replegar, pero que sigue allí, en nuestro templo interior, esperando a que le abramos una ventana para volver a mirar el cielo con la misma avidez. Las estrellas son las mismas de hace milenios, tratemos de observarlas nuevamente, de que alguna madrugada nos sorprenda observándolas para descubrir en ellas la belleza, la grandeza de su participación en el universo del cual nosotros somos parte, pero con la libertad del buscador que sabe que en su interior, fluye la luz que sólo un niño puede irradiar.
José Luis Rondán
Taller de Arte “La Guarida” del artista plástico José L. Rondán
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