Las mujeres representan una mayoría en la Iglesia Católica pero, lamentablemente, una mayoría silenciada bajo el férreo y extenso poder masculino de la jerarquía eclesiástica.
Una de las transformaciones más necesarias y radicales que debe acometer el Papa Francisco en la Iglesia es dignificar el papel de las mujeres dentro de la propia institución. No en vano, las monjas católicas no sólo entregan su vida a Dios dedicándose a la “servidumbre” — que no al “servicio”— de los hombres, sino que renuncian a la maternidad, el don más preciado de cualquier mujer, como requisito imprescindible en el cumplimiento de su vocación religiosa sin esperar nada a cambio.
“No se puede entender una Iglesia sin mujeres”, así se ha expresado el Papa en diversas ocasiones ante los fieles y ante los medios de comunicación, en clara alusión a la incorporación de la mujer a la ordenación sacerdotal y a los órganos de gobierno de la Santa Sede, y un gran número de católicos por fin se siente escuchado y apoya activamente esta declaración.
En este siglo XXI, cuando la mujer ya ha alcanzado las más altas cotas de liderazgo a nivel internacional en política, ciencia, economía, educación, cultura… persiguiendo un claro modelo de igualdad entre hombres y mujeres, resulta incongruente e impensable seguir creyendo en una Iglesia instalada en tiempos ancestrales que sigue siendo gobernada exclusivamente por hombres.
El cambio no es sólo necesario, es urgente, de ello depende la supervivencia y la credibilidad de la institución católica. No se puede mantener una Iglesia que proclama a gritos la igualdad entre hombres y mujeres en la sociedad actual, mientras discrimina abiertamente a la mujer dentro de su propia estructura de gobierno. Es una situación humillante, despreciable, vergonzosa y contraria a la dignificación del ser humano.












