
Su señorío, y elegancia, así como los de su esposa, Haydée, han sido proverbiales durante una década en Punta del Este, desde que fijaron allí su residencia al comenzar el siglo.
Benjamín de una familia de cinco hermanos, ─ donde su padre, un militar barcelonés de origen andaluz, cedía el mando ante la recia ternura de la esposa catalana ─ don Fernando se caracterizó, ya desde la infancia, por su humor travieso, terror de maestros y directores de los variados colegios por los que debió desfilar en su Barcelona natal. Para desesperación de la familia, aquel niño de viva inteligencia se aburría tanto en las clases llenas de rigurosas disciplinas y adaptadas a la medianía de las otras inteligencias menos vivaces, que se pasaba inventando diabluras para hacer reír a los compañeros y desesperar a los profesores. Según él mismo contaba, los padres eran citados con cierta frecuencia, para sugerirles que subirían varios grados en la estima de las autoridades escolares si tenían la bondad de librarlas de la asistencia de tan pícaro alumno.
Durante su adolescencia, vivió la experiencia extraordinaria de la II República española, que, en sus cinco años de duración, intentó renovar la sabia vital de una nación moribunda, introduciendo reformas como el voto de la mujer, el divorcio, la separación de la iglesia católica del estado, la expansión de la enseñanza en un país con más del 70% de analfabetismo, y tantas otras reformas que hoy nos parecen naturales y fuera de discusión. Quizá esa avanzada en la creación de la modernidad fue la causa de que las fuerzas conservadoras reaccionaran con tanta virulencia.
Resultado: un atraso de cuarenta años en lo que pudo ser el país más progresista y democrático de Europa y tras la II Guerra, de los más prósperos y adelantados.
Al final de la guerra incivil, fue movilizado a un batallón de artillería encargado de la defensa de Barcelona. Sobre el absurdo de esta guerra, y los odios que afloraron con ella, don Fernando escribió varios libros; algunos de documentada historia ─que le acarrearon la censura y retiro de las librerías de alguno de sus títulos, por parte de la policía de la dictadura franquista—, y, otros, de vívidas anécdotas y amenas sucesos que le ocurrieron a él o a otras personas. En ese escenario se desarrolla su novela La aventura de Jorge donde nos muestra la degradación moral de un escritor republicano que, adaptándose a los nuevos tiempos de dictadura, renuncia a sus principios morales para subsistir y obtener el aplauso del stablishment franquista. Realidad frecuente en todos los tiempos esta del cambio de camisa y del que en la España franquista fue ejemplo meridiano Manuel Aznar, fanático carlista en su temprana juventud navarra, furibundo denigrador de España desde la militancia independentista vasca, más tarde, “ferviente admirador” de la dictadura de Primo de Rivera durante sus años en Cuba, dirigente del Partido Republicano Conservador hasta 1936, integrante de las bandas socialistas de Madrid al comienzo de la rebelión militar después y, por último, zalamero de Franco hasta el fin de sus días. En El desfile de la Victoria, Díaz-Plaja dibujó, mediante la ucronía, su desencanto con la posibilidad de progreso de la sociedad humana. ¿Qué habría pasado si hubiera ganado la República? Las élites dirigentes se habrían aburguesado; sus hijos, partidarios de la novedad, serían fascistas y conspiradores contra el orden organizado.
Con la guía de su hermano Guillermo, integrante tardío de la famosa Generación del 27, gran maestro investigador de la literatura española y fino poeta, obtuvo su título de doctor en Filosofía y Letras en la Universidad Complutense de Madrid, especializándose en historia, con la tesis Griegos y Romanos en la Revolución Francesa, que ya marcaba cuales habrían de ser tres de sus intereses intelectuales: El siglo XVIII y su proyección sobre el XIX, la cultura clásica grecolatina y la historia en su interacción sociocultural. Semilla, esta última, que fructificó en él con el abono de las clases de licenciatura que siguió en la Universidad de Valencia donde, de la mano de José Deleito y Piñuela, permaneció viva una corriente de docentes y pensadores discípulos de Rafael Altamira y, a través de él, de Giner de los Ríos y su Institución Libre de Enseñanza, en la que el pensamiento liberal y el interés por la interacción de la vida cotidiana con los grandes hechos históricos, que contradecía los ditirambos oficiales, no pudo ser acallado por completo por la censura político-eclesiástica
Durante su estancia en la universidad madrileña en los oscuros años 40, y en los posteriores entre viajes desde el extranjero, entabló amistad con lo más granado de la intelectualidad madrileña de aquel tiempo, concurriendo a las múltiples tertulias que allí había. La tertulia es el lugar donde se pierde el tiempo de manera gozosa conversando y escuchando a amigos y maestros y donde, según Unamuno, estaba la auténtica cultura de España: “La del aperitivo de la mañana — recordaba don Fernando — en el Café Gijón, donde iban Gallego, Fernández Almagro, Joaquín Calvo Sotelo… La del mismo café por la tarde con la Juventud Creadora, donde conocí a Camilo José Cela, a García Nieto, a Pedro de Lorenzo, a Juan Garcés”. En Chicote alternaba con Miguel Mihura, López Rubio, Tono, Edgar Neville, Antonio Román. La que más disfrutaba era nocturna: la del café León presidida por Eugenio d´Ors, donde asistían, entre otros, José María de Cossío, el pintor Ignacio Zuloaga, el editor Janés o el torero Belmonte. En esas reuniones o en otras originadas en ellas, conoció también a Gregorio Marañón, Wenceslao Fernández Flores, José Ortega y Gasset, Antonio Buero Vallejo, Ernesto Hemingway, Fernando Fernán Gómez, Sebastián y Cayetano Luca de Tena, etc, etc.
Finalizada la II Guerra Mundial, Díaz-Plaja viajó a Italia en 1946, con el fin de estudiar el reinado en Nápoles del que sería Carlos III de España. En la ciudad del Vesubio y Roma, donde permaneció dos años, subsistió como corresponsal de un periódico catalán interesado en los graves acontecimientos políticos que allí tenían lugar: caída de la monarquía y posibilidad de que el partido comunista accediera al poder en las elecciones. Más tarde prolongó su estancia durante dos años como lector de español en Bari y Milán. Fue allí donde conoció a su primera esposa, una norteamericana, de familia de artistas, que estudiaba canto lírico. Con ella, al comenzar los 50 se trasladó a Alemania, nuevamente como lector de español; y desde allí extendió sus correrías por el norte de Europa, Austria y Suiza. El matrimonio tuvo dos hijas: Nell y Aurora que viven en EEUU.
El destino natural de casi todos los humanistas españoles al comenzar los 50 eran las universidades de EE.UU, y es donde encontraremos a D. Fernando, hasta comienzo de los 70, dando clases en California, Tejas, Pensilvania, Arizona… Allí conoció y frecuentó a buen número de intelectuales españoles exiliados o cuasi exiliados y preparó bastantes de sus obras. Su labor docente se extendió después por Brasil y otros países.
Moroso viajero, además de numeras travesías menores y desplazamientos terrestres, dio tres veces la vuelta al mundo en barco, y fue de los primeros españoles que se atrevieron a penetrar en la Europa comunista, donde visitó todos los países de esa ideología menos Vietnam, —en guerra—, Albania y la China de Mao, —en aquel tiempo totalmente cerradas para los extranjeros que no comulgaran todos los días con el Libro Rojo de la Revolución Cultural—. Este largo recorrido por los siete países ocupados y la URSS nos lo cuenta en La Europa de Lenin. Producto de su experiencia viajera son, entre otros: Los Brasiles, Mi descubrimiento particular del Amazonas, Manual del imperfecto viajero, Y Europa resucitó… En uno de esos viajes, a mediados de los 70, conoció a su segunda esposa que le acompañaría hasta el final.
Cuando en enero de 1967 vio la luz El español y los pecados capitales, Díaz-Plaja ya se había destacado como periodista, historiador, biógrafo y divulgador. En su haber contaban obras de documentalista: La historia de España en sus documentos (seis volúmenes), divulgación: Cuando los héroes eran niños, biografía: Teresa Cabarrús, historia de la cultura: Griegos y romanos en la Revolución Francesa, la antología Amor en las letras españolas, otros cinco o seis títulos más y varias traducciones de obras teatrales. Pero su fama y su labor se multiplicaron, desde ese hito editorial, hasta alcanzar los ciento cincuenta títulos. Mientras preparaba e imprimía los volúmenes donde se analizaban con técnica semejante a la de El español … el carácter y comportamiento de yanquis, franceses e italianos, se hizo tiempo para publicar en cuatro volúmenes La España política del siglo XX en fotografías y documentos; y otros estudios historiográficos como Francófilos y Germanófilos, dos antologías, y la novela A Roma por todos los caminos.
Esta obra tan variada y extensa da fe de la heterogénea red de intereses intelectuales en que se movía D. Fernando. Se podría hacer un intento de clasificación siguiendo estos criterios:
• Documentación. En estos volúmenes de referencia casi obligada para el historiador, se recogen no sólo documentos políticos, sino también aquellos que nos permiten determinar las opiniones de los contemporáneos sobre los diversos hechos.
• Historiografía. Aquí entran obras tales como Otra historia de España, Francófilos y Germanófilos, La guerra de la Independencia, 1898, Las Españas de Goya, Ilustres presos españoles, Francia 1789-España 1936 (dos revoluciones y un paralelo), etc. Una característica de estos libros es su carácter heterodoxo con relación a las versiones oficiales y la amplitud de puntos de vista con que nos presenta los diversos acontecimientos. Dentro de este apartado debemos incluir dos divisiones, la que se ocupa de la Guerra Incivil y la que trabaja sobre el período que va de 1750 a 1833, con especial énfasis en los españoles que vivieron en la Revolución francesa.
• Anecdotarios. No menos interesantes que las obras anteriores, pero más ligeros por el interés que despierta el chisme. Aquí vemos de manera vívida la intrahistoria que reclamaba Unamuno. Este apartado incluye obras como Anecdotario de la Guerra Civil Española, Anecdotario de la España franquista, Todos perdimos, etc..
• Biografías. Fernando VII: el más querido y el más odiado de los reyes españoles; Eugenia de Montijo, emperatriz de los franceses; Felipe III; Guzmán “el malo”; Madame du Barry; María Walewska: el gran amor de Napoleón; Mata-Hari; El Abate Marchena y su tiempo. Teresa Cabarrús, etc.
• Vida cotidiana. En esta serie de obras retrata la vida diaria de la sociedad española en sus diversas facetas, sin la opiácea garrulería tan frecuente en los serios tratados de historia, sin que falte la habitual conjunción de erudición y gracejo con que el autor convertía los temas más áridos en amenos entretenimientos para gente curiosa o desocupada —¿qué otra cosa es un lector? — interesada por saber cómo era la vida de los habitantes de la península ibérica en el pasado, y sus posibles derivaciones hacia el presente. Entre estos títulos destaca La sociedad española, La vida amorosa en el siglo de oro, La vida cotidiana en la España de la guerra civil, La vida cotidiana de los Borbones, y así pasando por todos los tiempos desde Roma a nuestros días. O casi, porque a los contemporáneos también dedicó varios volúmenes que reunimos en el apartado siguiente.
• Contemporánea. Entre otros encontramos dos títulos dedicados a la capital del reino: Los madrileños en el siglo XX y Madrid, casi desde el cielo,
• Estudios literarios. El “don Juan” español, El médico en las letras españolas, Nueva historia de la literatura española, El teatro español de hoy, Wenceslao Fernández Flórez, el conservador subversivo.
• Autobiografías y memorias. Aquí por lo menos recojo dos títulos, pero algunos de las otras categorías participan en esta. El viaje de mi vida y Mis pecados capitales.
• Miscelánea. En este apartado recojo los volúmenes que no entran en ninguna de las clases anteriores, tales como El libro de los ojos, Historia del juguete, El mundo de los colores, Notas de política y sociedad, Mitología para mayores, La Mujer, el amor y el poder, Manual de cortesía y convivencia, El casado imperfecto, etc. muchos de ellos recopilación de artículos publicados en la prensa o notas tomadas a diario.
• Traducciones. Sus traducciones fueron sobre todo obras de teatro que consideraba esenciales para el espectador moderno: Dürrenmatt, Giraudoux, Monthelant, De Filippo, Aristófanes. Otra muestra de su incansable curiosidad por todo lo que atañe al ser humano es su traducción de Desmond Morris y la inédita de El Corán, con ordenación temática de los suras.
• Narrativa. El erudito profesor que nos enseñó las falsedades del discurso que da cuenta de nuestra historia y nuestra literatura desmitificándolas y bajándolas del pedestal, donde eran inalcanzables para la mayoría de los españolitos; el que mostró a los españoles desnuditos de sus vanidades y grandilocuencias, tal y como son, también podía crear fábulas extraordinarias y así lo demuestran A Roma por todos los caminos, El Afrancesado, El desfile de la Victoria, Corresponsal en la guerra de Troya, Miguel, el español de París; Del diario de Dios; Piedra en el agua y otras historias crueles; libros todos donde desfilan las obsesiones de Díaz-Plaja, desde la guerra incivil hasta la revolución francesa, pasando por su amor a la cultura grecolatina, siempre con un poco de alejamiento brechtiano que le permite suministrar a sus lectores fuertes dosis de humor vivificante.
• Dejo para el final los libros que editó en sus años de Uruguay que van desde la monumental recopilación comentada de juicios críticos sobre el Quijote, hasta dos obras de ficción: La aventura de Jorge y La verdad desnuda y otras mentiras, pasando por una antología El tango y los cuernos. Su último libro fue el inevitable El uruguayo y los siete pecados capitales donde con cariño descubre las debilidades humanas de sus últimos vecinos.
Hasta 1967, la vida de D. Fernando no fue muy diferente a la de cualquier profesor universitario. Dedicaba su tiempo a los deportes, —una de sus pasiones—, las clases y las largas horas en la biblioteca o frente a la máquina de escribir. Pero de repente, en el año de las revoluciones, tuvo éxito su El español y los pecados capitales, que le dio fama y dinero, y en España fue una revolución editorial. Durante años, se mantuvo entre los diez más vendidos de España. Se produjo un milagro, un libro de “no ficción” y de autor español para más señas, se vendía como churros. ¡Insólito! ¿A qué se debió el éxito? No lo se, pero seguramente contribuyeron estos factores:
El momento histórico
La constitución de la Comunicad Económica Europea, embrión de la actual Unión Europea, había llevado a los países que la formaban a un estado de bienestar nunca visto anteriormente. Millones y millones de europeos de países democráticos y liberales se acercaban todos los años a España con hábitos y comportamientos que escandalizaban a lo más recalcitrante del régimen pero que igual los aceptaba por su afán lucrativo. Esa bonanza Europea llevó a varios millones de españoles al otro lado de los Pirineos, que transmitían a sus familiares y amigos las novedades que ocurrían en Europa. A treinta años del comienzo de la guerra incivil el dictador y sus secuaces debían mostrar un rostro más abierto, más aceptable para la sociedad internacional. ¡Hasta las muestras más significativas de ese oscurantismo fue objeto de almoneda con el eslogan “Spain is different” !
Los cambios sociales
En los 60 se produjo una revolución cultural en España. Aumentó de manera considerable el número de alfabetizados y, también, el de estudiantes de bachillerato. La clase obrera llegó a la universidad. El universo de los lectores se extendió por todas las clases sociales.
El tema
Si durante quinientos años España estuvo obsesionada con el pecado, desde 1936 la obsesión se había hecho patológica. El nazionalcatolicismo había puesto en la mente de los españoles una tensión alucinada elevando la intromisión de la Iglesia en la vida privada. Por otra parte, si bien el concilio vaticano aggiornó la percepción del mundo de los católicos en otras latitudes, en España, apenas abrió rendijas en puertas y ventanas, pero fue suficiente para que se renovara el aire putrefacto que intoxicaba la nación. Ya se podía hablar del pecado en tono jocoso, sin que la guardia civil te fuera a buscar por blasfemo.
La forma
El acierto de Díaz-Plaja consistió en dar a sus observaciones sobre el carácter de los españoles la forma de ensayo basado en las autoridades clásicas indiscutibles para los más conservadores. Todo ello en un tono despreocupado, sin prejuicios ni censuras acartonadas. Erudición con buen humor.
El contenido
La vanidad humana es inconmensurable. A todos nos gusta que se hable de uno y cuando ese uno es un español, el gusto es doble. Si el retrato de nuestros vicios está hecho con cariño, sin el dedo acusador del inquisidor, sabiendo que el autor se siente parte de ellos, describiéndolos con gracia y jovialidad, casi como si fueran virtudes ¿qué mejor?
Fin del mito
Durante años, los españoles, muchos de ellos muertos de hambre, eran sometidos a la monocorde propaganda nacionalista. Éramos los mejores, los más guapos, los más valientes, los más productivos, los más honrados, los más… , —aunque eso no evitaba que más de tres millones de españolitos se ganaran el pan en el extranjero—, Díaz-Plaja nos puso en la realidad. Nos mostró los defectos, las limitaciones. Dijo lo que todos sabíamos, pero nadie se atrevía a difundir en voz alta. Dio muerte al mito.
Con el éxito llegó la envidia de los mediocres, o de los colegas que no habían sabido tocar así el corazón del público. También el rabioso furor colérico de los energúmenos que no perdonaban la iconoclasia del autor. En un país como España país oficialmente caracterizado por sus mártires, sus militares, sus místicos y sus ascetas, la filosofía epicúrea de Díaz-Plaja chocaba a mucha gente y desde luego con la ideología oficial hasta 1977 y todavía hoy dominante en poderosos sectores de opinión, que veía en él un antiespañol. Sin embargo, estoy convencido de que España, como unidad esencial en el tiempo, fue una de sus preocupaciones constantes, y no había reunión a la que él asistiera donde no se hablara de ella, de los españoles, de sus desgracias, sus gracias, sus virtudes y sus ridiculeces.
Que Díaz-Plaja era consciente de esta obsesión se refleja en el epitafio que se escribió hace más de treinta años:
“Dedicó su vida a colocar ante los españoles un espejo que les diera una imagen más clara de lo que son, para que corrigieran los defectos que ignoraban. Los españoles le aplaudieron mucho, dijeron que tenía toda la razón… y siguieron exactamente igual que antes”
La característica principal de Díaz-Plaja como escritor deviene de sus tres profesiones: Del historiador toma los motivos, la perspectiva temporal, el rigor científico; del periodista, toma el estilo fluido y sencillo, más próximo a la oralidad que a la escritura; del docente, la fórmula para organizar el relato de tal manera que la enseñanza se desliza sin que el alumno se dé cuenta de que le están ilustrando. Frente a “la letra con sangre entra”, habitual en la España de Franco, el “enseñar deleitando” de Horacio. Como Eugenio d’Ors sabía sacar de la anécdota la filosofía vital de cualquier noticia periodística.
Conocí a D. Fernando de manera temprana — para mí— hacia 1969 cuando llegaron a Uruguay los primeros ejemplares de El Español…Después fui su lector asiduo de las obras que iba encontrando. Lo vi por primera vez en el verano austral 1979-1980. Daba una conferencia sobre D. Juan en el Club Español de Montevideo. Si era admirador del escritor, a partir de entonces fui admirador del docente. Yo acababa de editar el primer número de Prometeo, una revista de cultura y ensayo que reunía trabajos de jóvenes y veteranos —muchos de ellos perseguidos por la dictadura militar que asolaba el Uruguay en aquella época—. Prometeo, a pesar de su limitado alcance, fue un grito de libertad cuando todavía nadie se atrevía a mencionarla en el Río de la Plata y, quiero creer que contribuyó con un granito de arena a despertar la voluntad de resistencia y victoria de los uruguayos. Me presenté a saludar al maestro y le entregué un ejemplar de la revista que acogió con simpatía.
Bastantes años después, nos presentó formalmente un Cónsul de España en Montevideo, cuando le dijo mi nombre, se acordaba perfectamente de Prometeo, para la que tuvo generosos elogios. Tiempo después de establecerse en Punta del Este, volvimos a coincidir en una reunión del Consulado y me invitó a unirme a la tertulia que había formado con algunos escritores uruguayos y argentinos, donde — no podía ser de otra manera— ocupaba el lugar preeminente. Era su pope. Desde entonces concurro puntualmente todos los eneros a las reuniones de estos entrañables amigos: Alejandro Paz, con su vozarrón que asusta a las mozas; Rubén Loza Aguerrebere, casi coterráneo por Minas, presumiendo de amistades o evocando sus encuentros con Borges; Rodolfo Rabanal, siempre preocupado con su familia, Gustavo Bossert, eterno indignado ante las injusticias, José Ignacio García Hámilton, de tan cálida amistad y recuerdo; Abel Posse, con su prosopopeya; Fernando Petrella, con su figura de caballero andante, y numerosos visitantes que ocasionalmente se acercan para ver a esos extraños seres que se reúnen en el verano para hablar de literatura. Allí llegaba Fernando presumiendo de vejentud, robustez, y claridad mental ante el general aplauso de los contertulios.
En sus últimos tiempos, ya enfermo, — primero había sufrido una caída en la piscina donde nadaba varios quilómetros todos los días, rompiéndose la pelvis, tuvo después un derrame cerebral, — a pesar de las limitaciones, D. Fernando, seguía con la inteligencia viva y el genio chispeante, que le permitía mechar chistes en las escasas palabras que podía pronunciar. Estuvo al cuidado de su esposa hasta que las dificultades fueron insuperables para ella, sólo entonces, por consejo y gestión de amigos ingresó en el Hogar Español de Montevideo. Sin que nadie se lo propusiera se cumplía su deseo: “Me gustaría que mi muerte ocurriera también en soledad, sin familia que llora, y, sobre todo, sin esos horribles entierros donde se va con cara de circunstancias y se vuelve hablando del último partido”.
Al suyo asistimos cuatro personas, una en representación de su amigo el embajador Valderrama, el Dr. Martín Ospitaletche, que le conoció cuando Fernando cumplió noventa años y que siente gran admiración por él; la Dra. Anastasia Detoca y yo. Mientras, Ruben Loza Aguerrebere y el Cónsul de España, cada uno por su lado, , despistados por un cartel indicador de la Sociedad Española de Socorros Mutuos que les enviaba hacia lugares alejados del panteón, vagaban desangelados, por el cementerio, buscando el lugar del sepelio, en lo que pareciera el último chiste de don Fernando.
Santiago Malabia












