Observo a El Loco del tarot marsellés, al cual en las barajas egipcias se le identifica como El Obelisco Caído; ese joven casi desnudo, que marcha hacia vaya uno a saber que lugar, con una sonrisa dibujada en su rostro casi niño, sus cabellos revueltos. En una de sus manos una rosa, símbolo del amor que lo mueve a la acción, cargando solamente una bolsita donde guarda su poca experiencia de la vida; va descalzo, sus pies desnudos toman directo contacto con la tierra que pisan, para disfrutar el frescor y suavidad de la gramilla o para sufrir con las piedras de los senderos por donde camine.
La imagen lo capta con los ojos vendados, solo le es permitido ver con los ojos del corazón; un pie en la tierra, determinando en algo su racionalidad, mientras el otro está suspendido peligrosamente sobre el borde de un precipicio, representativo del que habiendo emprendido la marcha de la vida, desconoce los peligros que le aguardan, afrontándolos para hacerse de la experiencia con que ésta nos obsequia por ser trasegada o morir en la empresa.
A lo lejos, un valle yermo, de caminos bifurcados, sobre los que, llegado el momento habrá que decidir. Así la vida, siempre habremos de optar.
Dice una sentencia. La vida es aquello que nos pasa, mientras decidimos que hacer con ella.
Todos de alguna manera somos El Loco del tarot, emprendiendo cada día la marcha forzada a fin de cumplir con el obligado circulo vida-muerte-vida… Empujando a los que van adelante y andando por los muchos que vienen detrás apurando nuestros pasos.
Desde que nacemos estamos perdiendo cosas, que van desde la seguridad y resguardo del útero materno hasta nuestra amada infancia, desde nuestra juventud hasta la tonicidad de los músculos que nos mantienen erguidos y dignos.
A veces nos preguntamos que sería de nosotros, como afrontaríamos los desafíos si tuviéramos treinta, cuarenta años menos, pero con la experiencia de vida que tenemos hoy día.
Creo que si eso fuera posible, seríamos unos jóvenes viejos y ello es por demás penoso; me pongo por instantes en ese hipotético sitio. Amanecer un día con varias décadas menos y con la visión de vida que hoy me acompaña, ¿Qué le diría a mis hijos no nacidos, de que manera abrazaría a mis padres, los cuales ya han partido?
¿Como enfrentaría con mi actual visión de vida, con muchas décadas menos, a los guerrilleros que asolaron mi país allá por el 60 y a la dictadura que se hizo con el poder años después, instalando la tristeza y el pesar en mi pueblo?
¿Qué nuevos y locos errores cometería con esa edad-experiencia?
¿Cómo abordaría algunos temas con mis amigos de siempre, muchos de los cuales hoy ya no están? ¿Cómo abordaría a mi esposa, que le diría para motivarla a salir conmigo, siendo yo un jovencito cargado de experiencias y ella…una jovencita, casi niña? ¿Qué verían sus ojos de doce o trece en mis ojos, aunque tan jóvenes como los de ella, pletóricos de años de peregrinaje?
En fin, creo que la humanidad ha seguido siempre el rumbo que el destino le traza con antelación, toda ella en conjunto hacia un mismo destino y dentro del conjunto, nosotros, cada uno, inmersos en nuestra propia individualidad, cargando la mochila de la existencia; unos alegremente, otros con pesar, unos cada día más individualistas; tanto que ni con ellos mismos hablan, otros tomados de las manos para no extraviarse, asistiéndose y haciendo más llevadero el periplo de hollar la senda mientras se regalan una sonrisa.
La existencia toda es un eterno mercado de trueques donde damos para recibir. Damos energías y nos dan fatiga, damos miradas y nos entregan paisajes, damos juventud y nos asignan vejez, damos vestidos y nos dan piel desnuda, trocamos impaciencia por tolerancia, inocencia por madurez, en fin, damos inexperiencia y nos proporcionan material para la lucha de seguir adelante;
El arte de la vida, el existir, es andar sobreponiéndonos a lo que se nos presente, con alegría o pesar, con mayor o menor voluntad, con placer o con fastidio, con la mejor compañía o junto a gente a la cual desearíamos no haber conocido; pero andar, eso sí…andar, permitiéndonos el sueño del arroyo refrescante tras el último recodo, abrigando la esperanza que después del campo desolado, árido, un frondoso árbol habrá de obsequiarnos con su fronda.
El peregrino de la vida en que el destino nos ha constituido, título con que nuestro karma nos designa, debe saber desde el primer día en que sus plantas comienzan a modelar la primera huella en el camino, que sus sandalias habrán de desgastarse y que sus vestidos se verán deshilachados y prontamente se volverán andrajos, debiendo aprovechar el paisaje que le rodea, ya que la mitad de su belleza radica en su propia naturaleza y la otra mitad, en lo ojos que le observan.
De esas vicisitudes debe aprender para cuando vuelva y así tratar de ser mejor.
El peregrino de la vida debe prepararse para sobreponerse a esos momentos, pues de su forma de andar y relacionarse, de su actitud ante la vida que le toque, serán sus posibilidades de sobreponerse a lo que naturalmente ocurre, tanto del desgaste de sus vestidos como del cansancio que sobreviene tras largas jornadas de camino.
El caminante que sabe para qué se esfuerza en esta senda para muchos sin sentido, verá con alegría como se desgranan los tejidos materiales que cubren su desnudez, pues ella misma y su energía, serán el abrigo mañana, y en las piedras más agudas verá fortalecer sus plantas, al punto que él mismo desechará su calzado para estar más cerca de su propio ser y aprenderá a conocerse a si mismo y dejará el llanto por las fuerzas que le abandonan, y ya no se sentirá menesteroso y evitará lamentarse por los que una vez le acompañaron y a los que olvidó abrazar cuando estaban a su lado y aprenderá a trasegar su interior y descubrirá de pronto que jamás estuvo solo, que en él, al igual que en todos los que andamos esta vida, habita un Maestro que nos guía, nos arropa, nos contiene y aconseja en el más estricto silencio, unas veces desde adentro, como fuerza interior que bulle y otras tomando la imagen, determinación y fuerzas de algún peregrino que casualmente y sin aparente sentido, se acerca tendiéndonos una mano o proveyéndonos del cayado donde apoyar nuestros últimos restos de energía.
El campo de las estrellas no es una promesa, él está allí, sólo hay que andar para alcanzarlo.
A manera de reflexión les dejo este breve relato que he recogido de un viejo libro de lectura religiosa, al cual le he aplicado algunas pequeñas variantes que se avienen al perfil de nuestra nota de hoy
Un agotado peregrino de la vida, postrado sobre una roca al final del camino, echaba en cara a su maestro interior por no haberlo sabido acompañar en su largo y sacrificado recorrido.
-Tú que te dices mi maestro. Anduve solo muchas jornadas y no te vi adelante, guiando mis pasos.
-No fui adelante, temí que por tu fatiga no pudieras seguirme, le contesta el Maestro.
-Tampoco te vi detrás infundiéndome fuerzas y apoyando mi marcha.
-No quise ir detrás; pensé que al no verme te sentirías muy solo y creerías que te había abandonado, replicó el Maestro.
-¡ Por favor ¡…No digas que ibas a mi lado, si en la tierra del camino solo estaban mis huellas . ¡Jamás te vi!
– Precisamente hijo mío, aunque no te percataste, ya que estabas más ocupado en protestar por tu destino que por saber de mi, de tu Maestro que te ha acompañado desde la primera hora, el que jamás te abandonó ni por un instante, en el camino nunca hubo huellas tuyas, esas huellas que viste eran las mías; mis brazos fueron tu frazada, mi aliento tu alimento, mis sandalias las huellas que viste; por que te amo te he cargado todo el tiempo.
Aprendamos a envejecer, seamos dignos y que el retorno nos encuentre con un espíritu evolucionado; eso nos acercará a nuestro primordial destino, ya que en el auto conocimiento de nuestro corazón, se encuentra la añorada senda hacia la superación.
José L. Rondán
Taller de Arte “La Guarida” del artista plástico José L. Rondán
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