El alquimista – por José Luis Rondán

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José Luis Rondán
La palabra alquimia posee sus raíces en el árabe (al. Kimiya), procediendo del sustantivo egipcio Khemi: Negro, es decir, la materia original de la trasmutación, el Negro, que se transforma en Oro, pasando por la sustancia Blanca.
El concepto de la Alquimia es entonces, la generación de oro a partir del uso para la transformación, de metales comunes. Tenemos en este concepto el uso más común, más evidente y exotérico de la Alquimia.
La alquimia material, basada en la orfebrería, es solamente el soporte de una doctrina de carácter místico cuyo origen debemos buscar en Platón y Aristóteles.
Se lee en la Tabla de Esmeralda, que lo que está arriba, es como lo que está abajo, agregando además, que lo que es afuera, es como lo que está adentro, lo que nos permite inferir en que la verdadera alquimia no es ni puramente material, ni puramente espiritual y a ella no se accede a través solamente del intelecto o de la consulta habitual en viejos libros, sino, a través del impulso, de la voluntad y determinación del Espíritu.
El arte hermético consiste en despertar el sentido de las analogías, es una especie de puente entre el micro y el macrocosmos, relacionado entonces al fenómeno de la iluminación, condición ésta que surge a través de la perfecta armonía entre lo visible y lo invisible, con la participación del reino de la intuición.
Cuando referimos entonces a la alquimia, más allá de lo exterior y demostrable a simple vista que a raíz de ella podamos concebir, trata del logro de una condición humana determinada, trata de la obtención de un determinado nivel de estatura humana que nos sitúe por sobre el resto, haciéndonos grandes, haciéndonos diferentes, transformándonos por dicha acción sobre nuestro interior, ya no en una simple lámpara dadora de luz y calor, sino en la hoguera misma donde los demás vendrán a buscar abrigo, calor y guía.
Hablar de alquimia más allá de esta brevísima introducción nos llevaría a regar la página asignada con ríos de tinta, en la seguridad que aun restaría muchísimo por decir, por falta de espacio, tiempo o ignorancia, es entonces que relataré una breve historia de un hombre de mi comunidad a quien llamábamos el alquimista, quien como apreciaremos logró a través de la participación de su espíritu superior hacerse acreedor a tal designación.
Nunca supe su nombre, tampoco su edad; solía verlo cuando iba al supermercado o a la feria con una bolsa de plástico verde en una de sus manos y siempre, con frío o calor, su cabeza enfundada en una boina vasca de color negro y su pecho cubierto de consignas o fotos de detenidos desaparecidos del tiempo de la dictadura.
Me hacia mucha gracia ver el tiempo que tardaba en recorrer un par de cuadras, ya que siempre encontraba a alguien con quien conversar; si era una mujer le hablaba de su horóscopo o le leía las manos, si eran obreros cavando una zanja para colocar cañerías o cableado, inmediatamente detenía su marcha para hacerles ver la forma en que esa hendidura en la tierra los relacionaba con ella; les decía acerca de la existencia de los viejos picapedreros, de su conexión con la madre tierra, de la existencia de las corrientes telúricas o serpientes de tierra, relacionadas armónicamente con las serpientes o corrientes cósmicas; les hablaba de la construcción de las tan viejas como impresionantes catedrales y todo lo sacro que rodeaba esa acción y de cómo habían sido elegidos los lugares, generalmente sobre vestigios de sitios sagrados prehistóricos. Si en su andar se topaba con algunos estudiantes del liceo alemán, los cuales elegían para pasar sus recreos, un viejo muro sobre el cual daba el tibio sol de media mañana, se detenía para hablarles acerca del esfuerzo humano para la superación, comentándoles sobre la relación entre jóvenes de su edad en las comunidades celtas, donde los Druidas dirigían y disponían cada instancia en la vida de esos grupos humanos.
Les hablaba a estos asombrados muchachos, de la magia de los antiguos maestros, así como de la poesía de los Bardos o la medicina de los Vates, quedándose muchas veces muy solo junto al muro, cuando los estudiantes se marchaban del lugar, alejándose entre risas y burlas hacia aquel anciano para ellos, algo loco.
Desde mi silenciosa observación y más allá de algún comentario realizado en el seno de mi familia, aprendí a admirarlo y porque no, también a quererlo, hasta que cierto día, yendo a la playa una tarde de verano, al pasar junto a su casa escuché el ruido de objetos estrellándose contra la pared y los gritos desgarradores de una anciana que imploraba clemencia. Una voz aguda que no pude quitar de la cabeza por mucho tiempo, taladraba el espacio pidiendo que se le diera muerte antes de seguir en ese calvario.
Una ventana entre abierta me permitió observar al interior; allí estaba en el piso, junto a un rincón, una anciana de cabello blanco, se tomaba la cabeza al tiempo que entre sollozos pedía que no le pegaran, junto a ella, el hombre al que llamábamos el alquimista, tan sabio fuera de su casa y una bestia agresiva dentro; sentí despreció por él, deseaba decírselo; una corriente de odio subió desde mis entrañas.
El tiempo pasó, ya no volví a verlo hasta que cierto día, pasando por delante de su casa pregunté a una señora que estaba barriendo la vereda acerca de la existencia del hombre al que llamábamos el alquimista, pensé que me diría que por fin estaba en la cárcel por su forma de tratar a la anciana.
-Usted pregunta por Juan.-dijo la señora. – Era mi hermano, un santo fue, murió hace tres meses, después de la muerte de mamá. Dios lo tenga en la gloria.
-¿Cómo en la gloria?… ¡Lo vi castigando a una señora!..
-No, no era eso, mi hermano fue un santo. Esa señora que usted vio era mi mamá, ella enfermó hace más de diecisiete años; tenía esquizofrenia y Juan decidió dedicar la vida a su cuidado. Mientras los otros hermanos hicimos nuestra vida, construimos una familia, tuvimos hijos, él lo perdió todo. Juan se dedicó a atenderla, a llevarla al médico, quedándose a su lado hasta el día de su muerte; de hecho lo que usted vio ese día era uno de los tantos ataques que mi madre sufría y nosotros de eso nos enteramos hace poco, jamás nos contó nada, supongo que para no preocuparnos.
Juan suplió la imposibilidad de hacer amistades, de interactuar con amigos, con los libros; leía mucho, escribía, era un filósofo…Después, dándonos la espalda, siguió barriendo.
Retomé el camino, bullía en mi cabeza lo que la señora me había dicho, el alquimista ahora tenía un nombre y yo sentí vergüenza por no haber sabido lo que él había padecido.
He ahí la alquimia como elemento o sendero que conduce a la búsqueda de lo inferior a lo superior.
Un fragmento escrito en la tabla de esmeralda reza: Asciende de la tierra al cielo y vuelve a descender inmediatamente a la tierra, reúne las fuerzas de las cosas superiores e inferiores. Tendrás de este modo toda la gloria del mundo, y por ende, toda la oscuridad se apartará de ti…
El ser humano llamándose alquimista podrá buscar por fuera todo lo que desee, todo lo que sus energías se lo permitan, pero sólo hurgando en su templo interior, conociéndose a sí mismo y esforzándose por emerger logrará sublimar el metal del cual está hecho.
José Luis Rondán
Taller de Arte “La Guarida” del artista plástico José L. Rondán
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