Violencia de sexo

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En los últimos tiempos se ha puesto de moda en España, y poco a poco va ganando terreno en otros ámbitos de nuestra lengua. la locución “violencia de género”. Tiene su origen en la antropología y sociología norteamericanas, extendiéndose a otros ámbitos del lenguaje – como tantas otras plagas- a través del periodismo.
Con ella se quiere designar la violencia ejercida por las personas de un sexo sobre las del otro, y en especial, la practicada por algunos varones sobre sus mujeres A tal punto este significado particular ha ganado espacio, que la expresión “violencia de género” es casi sinónimo de “violencia de un varón sobre la mujer que mantiene vínculos sentimentales con él”.
Tema complejo que ha sido tratado con trivial frivolidad.
Se parte del supuesto de que los humanos tenemos género, pero excepto los comerciantes, los humanos no tenemos género. Tenemos sexo. Aunque alguno dirá: “¡Ya quisiera, ya! Hace meses – o años- que no lo cato”.
La violencia de varón contra mujer ¿debería llamarse “violencia machista?”; la ejercida por mujer contra varón “¿violencia feminista?” pues, aunque no lo reconozcan, también ellas ejercen violencia sobre sus compañeros de ruta: los varones. No lo se. Estas locuciones pecan de generales como la anterior. Ni todos los machos son violentos con las mujeres, o con sus mujeres, ni todas ellas lo con los hombres o con sus hombres.
En el contenido semántico de estas tres expresiones están implícitas otras formas de violencia, como por ejemplo, la que perpetran las mujeres entre sí, (o los varones).
Y, volviendo a la gramática, ¿cómo debemos denominar a la violencia que se practica sobre el género gramatical de muchas palabras? ¿No es un acto de violencia contra todos los hablantes de una lengua soltar alegremente: “Como miembra de este Gabinete de Ministros” en lugar de “como miembro de…”?
Esto sí es auténtica violencia de género. Se violentan las normas elementales del lenguaje. Se las subvierte. Esto puede ocurrir por tres motivos: 1) Se desconocen las reglas de la lengua que se habla. 2) Se busca un efecto estilístico o estético, con el propósito de llamar la atención sobre el asunto del que se habla. 3) Se aprovecha la posición relevante del que dice semejantes improperios con el fin de transformar la realidad o la lengua gracias al efecto multiplicador de los dichos a través de los medios masivos de difusión.
En el primer caso estamos frente a la ignorancia. Con ella no debemos tener más que consideración y benevolencia, aunque nos hagan reir sus disparates. En el ejemplo que venimos comentando decir “miembra*” sería tanto como “cobrar el suicidio” en lugar de “cobrar el subsidio” y tantos otros dislates populares. Cuando están en boca de un iletrado o de un hablante extranjero, que desconoce los pormenores de una lengua que le es ajena, se perdonan piadosamente. Si el protagonista, no está en esas categorías, se le castiga con la burla y el descrédito.
El segundo motivo es la base de la expresión elegante y el efecto poético. Lo grotesco o gárrulo está al servicio de un fin superior, igual que los monstruos en las catedrales góticas. No son producto de la ignorancia sino de la premeditación o la serendipia estéticas. El autor nos propone un hallazgo lingüístico que nos enriquece y gratifica.
El último participa de algún modo de los otros dos. El hablante no es ignorante o inocente, se comporta como si lo fuera. Tiene una motivación para proponer al oyente su novedad lingüística. Pero ni la novedad, ni la motivación, son ingenuas o desinteresadas. Tienen una intencionalidad oculta y subversiva. Con premeditación y alevosía, ambiciona, alterar el orden establecido de las cosas, no mediante los sistemas de cambio reconocidos, sino utilizando atajos. El que se vale de estos caminos ilegítimos, sabe – o cree saber- adonde quiere llegar, pero no cual es su destino. En los asuntos de las lenguas, como en tantos otros, el del infierno está empedrado con buenas intenciones.
Santiago Malabia