La carta era muy profunda, muy severa consigo misma, muy sentida y por ello al finalizar de leerla, la abracé y le di las gracias, agregando más tarde, que me explicara el porqué de haber dicho en el papel cosas tan bonitas privando a la destinataria de escucharlas; no supo contestarme.
Hoy, pasados muchos años he incurrido algunas veces en el mismo yerro de no decir, de no estar, de no aportar cuando debí hacerlo y ello ha sumado escombros en mi morral, los cuales por momentos mucho me han pesado. Otras veces, las más, creo, he estado en el sitio indicado el momento en que se me necesitó y ello, en contraposición, ha llevado paz a mi corazón.
¿En qué dirección encamino mis pasos al abordar este tema?
Quiero sentarme junto a ustedes para reflexionar acerca de lo finito de esta vida, de lo frágil que es el existir, del instante ínfimo que necesitamos para traspasar el portal de un estadio de la existencia a otro y de cuantas cosas dejamos por el camino porque podemos hacerlas mañana, de cuantas cenas se enfriaron sobre la mesa sin que acudiéramos a ella porque estábamos mirando una película que bien sabemos, en el Cable la pasarán cuarenta veces, sin tomar en consideración que el trabajo para el alimento, que la soledad a la que obligamos a la otra persona, que la paciencia para la espera, son únicos.
Deseo reflexionar junto a ustedes acerca de cuantas cosas han ido dejando por el camino por no ser en apariencia importantes, o necesarias para ustedes, pero si para otros que algo estaban esperando de esa relación.
Cuantas veces dejamos la palabra de aliento, el abrazo fraterno, el cálido beso para la próxima visita y pasamos por alto que el destinatario estaba internado en un hospital, con su equipaje pronto para la partida y al volver al día siguiente, fuimos recibidos con la imagen de una cama vacía, haciendo que nos gane la frustración por no haberle dado el último beso, la última caricia…
No deseo irme a los extremos, pero consideremos cuántas veces nos hemos ido a dormir peleados con media familia, o hemos tomado la calle tras un portazo con el cual poner fin a una diferencia o nos hemos permitido la arrogancia de dejar a los que nos aman con las manos extendidas, con la mesa servida, con la cama tendida y tibia, sin ponernos a pensar ni siquiera por unos momentos, que podía haber sido esa la última oportunidad para el abrazo, para la caricia, para un te quiero o un humilde pero poderoso gracias.
Hace poco me enteré del fallecimiento de un viejo amigo al cual hacía mucho tiempo no veía, al preguntar las causas de su muerte me explicaron que una vez que hubo almorzado, simplemente saludó a su esposa, pasó por el baño, luego fue a la computadora y mientras escribía, su hora llegó, falleciendo sentado frente a su ordenador.
Cuantas veces nos negamos a compartir un momento de risas, de distensión, de alegría y reunión con seres a los cuales realmente queremos, con personas quienes de una u otra manera se han constituido en nuestros compañeros de ruta, gente que no permite que nos sintamos solos, gente que hunde cada día su sandalia junto a la nuestra, imprimiendo tanto en la alegría como en la tristeza, tanto en los momentos de preocupación como de tranquilidad, tanto en salud como en enfermedad una única huella en la misma dirección, anteponiendo obligaciones que muchas veces ni siquiera lo son, o que bien pueden aguardar, preferimos anteponerlas a la reunión, porque nos evitan ese momento único e irrepetible del compartir.
Si el ser humano se detuviera por unos momentos a contabilizar el tiempo que le insumen las preocupaciones, las angustias, los momentos de pesar, o de soledad; los tiempos que le insumen las enfermedades más corrientes o el responder llamadas telefónicas o fotografiarse permanentemente, sin respetar a sus interlocutores en una reunión, se daría cuenta de todo el tiempo que hecha a la basura los ínfimos momentos de gozo total, de alegría más profunda, de verdadero placer por estar con alguien al cual realmente ama.
Creo que en este mundo de locos en el cual estamos inmersos, tenemos la obligación por un lado, de ser conscientes que nosotros también estamos un poco loquitos, no es tan malo si lo sabemos manejar, pero por otro lado, debemos saber separar esa sana locura que nos hace ver la vida con ojos diferentes, con una actitud más liberadora, de la franca idiotez que nos transforma en seres huecos, vacíos y abyectos, a quienes cuando de vez en vez se le despierta la consciencia se ven expuestos, frágiles, endebles y seguros candidatos para el sufrimiento más duro por tener que ver todo lo que ocurre en su entorno mientras él permanece amordazado por su mediocridad y sus miedos.
Lo que hay que hacer hoy hagámoslo, lo que debamos decir hoy, no puede esperar a mañana o pasado; lo que debamos compartir, que no sea por mensaje de texto. La vida es como un tren de alta velocidad, cuando la vemos venir parece lento, pero cuando pasa junto a nosotros notamos que va muy deprisa y que no se detiene por nadie y nosotros no seremos la excepción, por ello amigos míos, no dejemos para mañana el gesto de hoy, de ahora, de este instante, pues no olviden que no pueden cien mil teléfonos móviles a la vez, o un millón de mensajes a través de la PC, lo que una mirada, una caricia o un beso dado en el momento oportuno.