Votos, ideas y hegemonía

Un caudal electoral sano y vigoroso debe fundarse en el mundo de las ideas, sin favores, promesas ni antifaces

0
1006
Foto: ICN Diario

Por Juan Pedro Arocena.-

Los políticos deben ganar elecciones. También de eso se trata la democracia. Las posiciones que desde la soberbia intelectual fustigan la actividad electoral no tienen en cuenta que su desarrollo efectivo dotó al poder político de una legitimidad que nunca antes había tenido. Adicionalmente, los procesos electorales permitieron superar el caos y la violencia que se desataban en cada hito de toma o sustitución de los hombres en el poder. No es necesario hincarle mucho a la historia para tomar conciencia de los crímenes políticos, purgas, ejecuciones, intrigas palaciegas y guerras civiles que tenían lugar a la muerte de los dictadores o autócratas, en tiempos en que la “balota” era sólo una bolilla que servía para tomar decisiones secretas en algunas comunidades religiosas de la Toscana.

Lo que con frecuencia produce rechazo, son los desbordes espurios en los que se incurre a veces en esa carrera, que como toda competencia puede promover la sobre utilización de medios para obtener el triunfo. La idealidad democrática no los tolera, pero se verifican como patologías en su praxis. Las preferencias del electorado deberían volcarse hacia los distintos candidatos y partidos en función del universo de las ideas y no de otras categorías de mayor mezquindad tales como la promesa imposible, la demagogia, el engañoso antifaz ideológico o el (con razón) denostado clientelismo.

Comenzando por este fenómeno, los hay de dos tipos: el institucional de naturaleza colectiva y el amiguismo de corte individual. Siendo este último el más tradicional, consistió en generar o prometer, a cambio del voto, un beneficio desde el estado hacia un individuo (amigo), o a lo sumo, hacia su familia. A la avalancha hegemónica de izquierda que tomó la cultura a partir de la insurrección de los sesenta, no le costó mucho demonizarlo. Y no hubiera estado mal, sino fuera porque al hacerlo, lo sustituyó por otro tipo de clientelismo, el institucional, mucho más dañino y también más efectivo, habiéndose cerciorado previamente que la nueva subespecie fuera aceptada por el pensamiento de grupo. El clientelismo institucional no se ejerce en favor de individuos sino de colectivos que se presentan ante la opinión pública con credenciales en apariencia suficientes para ser atendidos por el tesoro estatal (nacional o municipal). Agrupaciones carnavaleras, ONGs, ollas populares, millones de dólares que desde el FONDES se dirigieron hacia proyectos inviables y fallidos pero que pusieron plata en algunos bolsillos de sindicalistas y “compañeros”, el despilfarro indiscriminado en empresas públicas (por caso la ANCAP de Raúl Sendic) y hasta el mero asistencialismo social que promueve la informalidad y el trabajo en negro. La izquierda puso así en funcionamiento un gigantesco mecanismo de compra de votos, que se presenta con el atractivo envase de las políticas sociales y culturales. La primera subespecie de clientelismo ha pasado a ser vergonzante y la segunda prestigiante. La diferencia entre una y otra estriba en cómo encaja cada modalidad en los valores de la cultura hegemónica que ha logrado imponerse.

Si haber recortado gastos o reducir el déficit y combatir con ello ese flagelo de la inflación, son enormes méritos de un ministro de economía de inspiración liberal, ¿hasta qué punto puede jactarse de ello ante la opinión pública sin hacerle pagar un costo político a su partido? ¿Por qué resulta tan difícil ingresar en el año electoral, sin ingresar también en el carnaval electoral que desata el gasto irresponsable? ¿Por qué las modificaciones a la ley de reforma jubilatoria, que impusieron menos trabajo y más gasto se presentan bajo el rótulo de “mejoras”, cuando todos sabemos que no son otra cosa que postergaciones que deberán ser nuevamente corregidas más temprano que tarde, incrementados sus costos por el efecto que en ellos siempre producen las demoras? Estos son ejemplos, de lo que con frecuencia genera un “antifaz ideológico” de trágico cortoplacismo; evita perder algunos votos, pero cede terreno en el universo de valores que son contrarios a nuestros ideales. Son consecuencia de pretender librar la batalla electoral asumiendo reglas y códigos preconcebidos que no son los nuestros, sino que pertenecen a una hegemonía cultural que nos es impuesta por nuestro adversario y a la que nuestro discurso nunca debería resultarle funcional.

Un caudal electoral sano y vigoroso debe fundarse en el mundo de las ideas, sin favores, promesas ni antifaces. Es necesario reconquistar ese mundo, ya que mucho más que las ventajas puntuales, son las ideas las que movilizan, contagian, entusiasman, convocan a la juventud y pueden llegar con su reserva de valores verdaderos a las multitudes que valiéndose de sus propios talentos y virtudes se propongan construir su propio futuro. Las tenemos. Somos los defensores de las leyes, promovemos la libertad irrestricta en todos sus órdenes, perseguimos el progreso de la nación a partir de la excelencia, del trabajo responsable, del esfuerzo individual, de la creación de riqueza y tenemos en nuestra historia nada menos que la fundación de la Patria. No se trata sólo de ganar elecciones (aunque también), se trata de ganar el futuro y es allí donde debemos afirmarnos en nuestra ética, que es la ética de las convicciones, de los ideales, ésa que siempre nos ha caracterizado.