Lo permanente suele ser efímero

0
138

José L. Rondán
José L. Rondán
Por José Luis Rondán.- Somos afectos a pretender atesorar las cosas como si nunca se nos fueran a estropear, como si nunca fueran a marcharse de nuestro lado, como si ese elemento que tanto pretendemos guardar, hiciera que nuestra vida fuera más placentera, cobrara otro sentido y por ende, pide ser considerado sobre el resto de los elementos que nos acompañan en esta corta vida y esto es valedero tanto para una prenda de vestir, como para una obra de arte, una piedra, un collar, una muñeca, o para nuestro propio cuerpo.
Al abrir el placard o la biblioteca, o los atestados cajones del viejo escritorio, solo podremos apreciar un sinfín de objetos imposibles de catalogar; muchos de ellos se presentan ante nosotros, como tantas y tantas veces lo han hecho, como diciéndonos, soy aquel libro, o aquella lapicera que te obsequiaron hace diez años y nunca usaste, lo tomaremos, lo observaremos y volveremos a colocarlo sin mucha ceremonia, en el viejo sitio, por si lo llegáramos a necesitar algún día.
Tenemos la necesidad de rodearnos de elementos que nos hagan compañía, que nos den desde su silencio, desde su forma, color, o textura un punto de apoyo para el camino de la vida.
¿Tan solos estamos?
Muchas veces percibo a esos objetos que me acompañan, como si de báculos se tratara; en ellos me sustento, a ellos recurro para conocer, para saber, para explicarme cosas que de otro modo, con seguridad no podría.
Esos objetos muchas veces nos mantienen en contacto con nuestra infancia o con aquellos afectos que pasaron por nuestras vidas y ya se han marchado, una madre buena, una novia o novio, un momento para recordar por sobre los demás… la querida mascota.
Cuantos estantes poseemos con ropa que hace años ni siquiera consideramos usar, pero que a la hora de ordenar, nos resistimos a poner en una bolsa para dársela a los necesitados, y de hacerlo, lo tomamos como si de la gran hazaña se tratara y hasta nos vemos inclinados a contarlo, para que todos sepan de nuestra bondad a la hora de entregar aquella vieja prenda saturada de nuestro perfume, pasada de moda y que hasta nos quedaba super ajustada por el sobre peso de los años.
Así somos los humanos, una especie de acumuladores de cosas que no nos sirven para nada, tal cual ocurre con aquellas herramientas que guardamos con celo, que nos resistimos a prestar y que pensamos que en el momento adecuado, estará allí para salvarnos la vida, como puede serlo cuando se presente un enchufe roto, o un caño del agua que pierde, o la simple pinchadura en la rueda de la bicicleta, etc. pero que al momento de ser requeridas con urgencia, no podrán ser ubicadas en ninguna parte, puesto que casi con seguridad el galpón o el cajón de las herramientas o el baúl del auto se las tragó, obligándonos a ir hasta la ferretería a comprar una nueva.
Hurgando en los cajones pude descubrir hace poco un sinfín de cartas muy viejas al igual que gran cantidad de álbumes de fotografías, y para mi sorpresa, en determinado momento me encontré ante un montón de papeles picados y pensando, -¡Basta de recuerdos idos y de fotos de gente muerta!
Eché a la basura muchas cosas que sé fehacientemente me acompañaron durante gran parte de mi vida, y reconozco que muchas de las personas que aparecían en las diferentes fotografías fueron muy amadas, fueron muy importantes para mí, pero pensé, si no las cobijo en mis pensamientos, si no las guardo en mi corazón….Deberé hacerlo en un pedazo de papel?
Guardamos aparatosamente un sinfín de elementos que en realidad jamás utilizaremos, pues la vida no es tan larga como para poder hacerlo; atesoramos y defendemos con uñas y dientes aquellas cositas que dicen de nosotros, que nos identifican, que nos colocan en determinado estatus social y no nos percatamos que muchas de ellas no llegarán a viejas junto a nosotros, se habrán desintegrado antes, otras, seguramente se preservarán brillantes e integras para los herederos, quienes podrán o no atesorarlas, pues no son sus tesoros, decidiendo apenas nos hallamos marchado, hundirlas en el fondo de algún cajón o bien venderlas en la primera feria de pulgas que le sea posible.
Cuántas veces nos hemos sorprendido ante el espejo, percibiendo el paso del tiempo sobre nuestra piel, pasando revista a las cosas que por el paso de los años se han ido desgastando, se han ido cayendo, se han ido marchitando y con las cuales debemos vivir, conformándonos con la idea de que bendita sea la ropa que nos mantiene erguidos, que nos da dignidad y disimula tantos pliegues.
Cuantas veces echamos de menos al niño que fuimos, a la agilidad y fortaleza que supo habitarnos; cuantas veces añoramos el abrazo cálido de la madre o el refugio del hogar cuando volvíamos de la escuela y nos esperaban con un café con leche bien caliente acompañado de pan casero.
A medida que vamos viviendo debemos necesariamente ir abrevando de la esquiva fuente de la sabiduría, esa fuente llamada a calmar la sed producida por la aflicción por las cosas perdidas, dándonos la templanza para aceptar los años y para saber que a este mundo venimos a aprender, a formarnos, a construirnos como espíritus, como seres de luz, y para ello, en un mundo esencialmente material, requerimos de un cuerpo material para ser parte de él, el cual en la medida en que vamos progresando, en que avanzamos por la vereda de la existencia, nos va abandonando hasta transformarse en los despojos que hoy llenan los cementerios.
Es importante transcurrir la vida deshaciéndonos del sobre peso que nos limita, que nos hiere y que a la postre dificultará nuestro vuelo espiritual.
He escrito hasta el hartazgo acerca de la necesidad de hacer un alto en el camino, de ordenar nuestra carga haciéndola más ligera; ello nos permitirá partir en cualquier momento sin pesar en el corazón.
He pregonado hasta el cansancio la necesidad de estar prontos a cerrar los círculos de la vida cuando nos sea requerido, sin que nadie quede afuera, sin tener cuentas pendientes o arrastrar culpas que nos agobien en el viaje de partida, por ello no escatimemos en perdones, besos y abrazos, no seamos mezquinos en los brindis y en las risas, no seamos esquivos a la hora de bucear en los ojos del otro para descubrirlo mejor, para compartir, arropar, aconsejar y acompañar y sobre todo, seamos cómplices de nuestros achaques y de nuestras arrugas, pues en definitiva ellos nos dicen en su idioma, que la hora de trascender está cerca.
Recordemos que lo esencial para la vida es invisible a los ojos y que por más que lloremos pensando en lo que ya no está, en lo que hemos perdido, es dable pensar que en aras de la superación, del perfeccionamiento, quizás tengamos una segunda oportunidad.