Los viajes de la vida (reflexiones de José Luis Rondán)

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José L. Rondán
José L. Rondán
Todos los seres humanos sin ningún tipo de excepción, por naturaleza, necesidad, o instinto, somos viajeros, somos peregrinos en un sentido u otro, somos caminantes de la vida.
Desde la concepción misma comenzamos un periplo que se ha dado en llamar vida, y ello nos lleva por el simple hecho de nacer, de ser concebidos, a la categoría de trazadores de un camino que la existencia pone ante nosotros de diferentes maneras, unas veces más sencillas, otras más escabrosas, pero siempre instándonos a la marcha, ya que el sólo suceso de la detención, en este plano de la existencia humana, tal cual lo conocemos, implica la eliminación automática del juego del discurrir por las diferentes etapas del Ser.
Un hombre común puede que no lo perciba, que ni siquiera se cuestione el porqué de su tránsito por el mundo. Sin conciencia y dentro de su universo, hallará seguramente la felicidad o la desdicha al alcance de sus manos, sin cuestionarse los lógicos porqués de la vida misma.
Cuando un ser humano ha sido iniciado al mundo de lo filosófico, de lo místico, de lo esotérico, deberá emprender necesariamente un camino diferente hacia parajes, también muy diferentes, con la única e intransferible situación, que deberá hacerlo con la conciencia despierta, única manera de andar, de avanzar, aunque muchas veces sin conocer del todo la realidad que lo rodea, por lo menos teniendo presente hacia donde pretende encaminar sus pasos, cuestionándose cada cosa que haga y a cada cosa que se le presente, buscando en cada piedra y en cada árbol las respuestas que crea debe encontrar, y si las halla, volver a plantearse otras nuevas, de ahí el crecimiento; piedra sobre piedra.
Lo que ocurre arriba es como lo que ocurre abajo, y lo que discurre por dentro, es como lo que discurre por fuera, por ello el impulso de muchos de nosotros de tomar un día la mochila, el báculo y las ganas de comernos los kilómetros que nos separan de aquel punto, de aquella tierra, de aquel lugar que estando representado dentro, necesitamos transformar en realidad, acercándonos a él, tocándolo, sintiendo como vibra o luce o cual es la intensidad de la energía que pretende emitir.
En mi vida he tenido la magnífica oportunidad de transitar por diversos senderos, los que discurrieron sinuosos entre cristianos e hindúes, entre gnósticos, rosacruces, druidas y masones; entre chamanes de atávica sabiduría y escabrosos rituales iniciáticos junto a la Gran Pirámide, a los pies de la monumental esfinge.
Realicé el Camino de la Vía Dolorosa arribando al Santo Sepulcro de Jesús, y apoyé la frente en el misterioso muro, elevando mil plegarias; anduve y cansé mis plantas en el Iniciático camino del campo de las estrellas o Camino de Santiago, visitando la renombrada tumba, apoyando mi mano en la columna del Pórtico de la Gloria y encaminado más tarde mis pies hacia finis terrae, para escuchar, tal cual lo expresaban los antiguos romanos, el chirriar del sol cuando se hundía en el mar.
Anduve junto a cercanos hermanos delineando y dándole forma al símbolo, por el mítico triángulo de Piria, y en poco tiempo, junto a Mario, mi bardo más cercano, emprenderemos nuestro camino hacia el cerro Uritorco, o cerro Macho, lo que necesariamente, creo, me da las credenciales para ser signado un peregrino, un buscador que si bien sabe lo que busca, hacia donde deberá dirigir sus pasos para alcanzar algún atisbo de luz, no teme salir a la vereda para hurgar, para buscar y tomar lo que se le pueda presentar, pues de cada cosa que llega a nosotros, siempre se podrá obtener una respuesta, una recompensa, una compensación, una nueva página para leer.
En este peregrinar al que nos vemos obligados, más allá del ir hacia algún sitio predeterminado, debemos abocarnos con férrea convicción a los vericuetos del trueque, por ejemplo, te doy mi descanso, tomo tus distancias, te entrego mi fatiga, me das tus secretos, es tuya mi juventud, obtengo tu experiencia, te otorgo mis momentos íntimos en soledad y obtengo a cambio, compañeros de ruta, te doy mi voluntad y tú las esperanzas de alcanzar algún día la verdad….Y así la vida larga del que arremete, anda y busca en las variadas veredas de la vital esencia, que por ser tantas, solo es una que está allí, como siempre lo estuvo desde que el universo es tal.
Los hombres nos afanamos transitando veredas a las cuales les damos nombres, les asignamos tiempo de surgir y tiempo de desaparecer, les aportamos leyendas, experiencias de antiguos viajeros, trazamos su periplo y marcamos su vigencia y grado de energía para quien las transite.
El camino iniciático a Compostela, el camino de la Vía Dolorosa, el Camino a la Meca, el Camino de Asís, el Triángulo de Piria o Triángulo Seguro, el Camino Rojo, La Aurora, y yo que se cuántos senderos más que van o vienen, según sea el punto hacia el cual encamine sus pasos el peregrino, que discurren unas veces silenciosos como serpientes y otras cargados del bullicio propio de un dragón chino en plena festividad, y encaramados a ellos los caminantes, buscando afanosamente, hurgando en cada recodo, en cada cueva o arroyuelo, en cada vestigio o sitio supuestamente emblemático; procurando hacerse con la sabiduría que no poseen o creen no poseer, pero de todas maneras, con la íntima necesidad de sentirse parte de ese andamiaje místico que les promete un punto de llegada, que les promete un destino seguro al final de sus jornadas, cosa ésta que la vida misma, salvo la extinción, tantas veces no puede prometer, obligándonos a partir un día, con tanta ignorancia como cuando llegamos.
Estamos viajando desde la concepción misma; desde la infancia vamos cubriendo cada etapa bajo la mirada atenta de nuestros mayores, más tarde la juventud, la etapa de adulto, la ancianidad y tal vez más allá tras la partida material, iremos cargando anhelos y frustraciones, esperanzas, y desesperanzas, voluntades, debilidades y fortalezas, soñando un día con superar a la lámpara que guía y da luz, para transformarnos por nuestro tesón, conciencia alerta y compromiso, en el aceite que le da vida, sabiendo en nuestro interior, que por más que gastemos las sandalias en el polvo marrón de cualquier sendero, seremos, aunque iniciados, eternos aprendices, en esta o en otras vidas, persiguiendo siempre una línea delgada allá a la distancia, un punto luminoso en el otro extremo del túnel, siguiendo el sonido de la voz que llama a la tarea, a la trabajosa empresa de ser luz por la luz misma, sabiendo que de no poner cabal conciencia en el esfuerzo, nuestra existencia no tendrá sentido.
José Luis Rondán